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Con el título "Oíme, Luciano", el escritor puso en palabras de su padre, Rodolfo, el recuerdo de los campeones de 1948 y el amor incondicional por Independiente. El texto lo leyó en la presentación de la nueva camiseta retro.


Algunos de ustedes sabrán que, cuando me las veo bravas, suelo escribirle a mi padre que ya no está, y es el que me hizo hincha del rojo. Rodolfo me daba caramelos y me decía que me los mandaba el señor Independiente, o aspirinas y me decía que eran un regalo del señor racing. A ese padre perdido le escribí cuando nos fuimos a la B, cuando volvimos -esa vez le juré que lo dejaba en paz-  y lo invoqué en los minutos finales del Maracaná, para que hiciera fuerza.

Bueno, esta vez, pasó algo un poco más extraño. Hace unos días, bajo mi puerta encontré un sobre. El destinatario era yo y el remitente decía un enigmático “Cielo de los ateos, poste sin número”. Lo rompí con ansiedad, desplegué un par de hojas dobladas prolijamente y enseguida reconocí aquella letra redonda, preciosa.

Después de los saludos y de las preguntas familiares -que me emocionaron pero que acá no tiene demasiado sentido reproducir-, la carta decía esto...

Oíme, Luciano, esta dejame que la cuente yo que la viví. Esta vez, vos leeles y aprendé.

Veintiún años tenía, recién me había hecho mayor de edad. A algunos de ustedes les sonará raro pero por aquellos años había que esperar a los veintiuno para votar, para casarse sin permiso, para ser grande. Hacía poco había zafado de la colimba, que también se hacía a los veintiuno. Yo no había nacido para el rigor castrense, me daba pánico terminar bajo las órdenes de algún cabo mal llevado. Tampoco tenía nadie que me acomodara, que le guiñara un ojo al capitán a cargo para que me diera la baja, así que estuve meses pensando en cómo evitar que me enrolaran. Inventar una enfermedad me resultaba peligroso. Sabía de muchos que se hacían los sordos y cuando ya los estaban por largar, ahí, bajo la arcada del regimiento, a centímetros de la libertad,  alguien les gritaba “guarda” y los giles se daban vuelta. Esos eran los que peor terminaban, dos años cuerpo a tierra y limpiando baños. Pensé en hacerme el loco, en llegar disfrazado de algo raro, en largarme a llorar como un nene en el medio de la fila, pero sospeché que nada de eso iba a funcionar. Al final, opté por una alternativa un tanto extrema: viví cuatro meses comiendo manzanas y tomando agua. Sólo manzanas y agua. Por acá arriba anda un tal Steve Jobs que hizo lo mismo. La cuestión es que llegué a la revisación médica tan flaquito que uno de los zumbos me miró y me dijo: “a vos se te va a caer el fusil, más que una ayuda, para la Patria sos un problema, dame la libreta”. Se la llevó al médico que le puso el DAF (Deficiente Aptitud Física) tan deseado y unos minutos después estaba yo en la pizzería de la esquina de Canning (si, ya sé, ahora se llama Scalabrini Ortiz) de Canning y Corrientes, decía, frente a una grande de muzzarella y dos de fainá, dispuesto a recuperar peso, luego de haber gambeteado a la férrea defensa del Ejército Argentino en su conjunto.

Eso fue en el cuarenta y ocho, veintiún años tenía, me acuerdo bien porque yo nací en el veintisiete. Cinco de febrero de mil nueve veintisiete para ser más preciso. Cuando abrí los ojos el Presidente era don Hipólito Yrigoyen, Europa andaba de posguerra, Independiente ya empezaba a ser grande. En el veintiséis habíamos ganado la liga, así que lo primero que me deben haber dicho habrá sido “bienvenido, campeón” y lo segundo “hola, Diablo Rojo”, porque fue ahí que nos pusieron ese apodo. Un colega, un periodista, escribió casi al pasar que aquella delantera tenía “un juego endiablado” y nos quedó. ¿Lindo, no? A mí, ateo de alma, siempre me gustó que nos asocien con el demonio, con el infierno. Los católicos ahí presentes sepan disculpar. Si para ustedes Dios es fiel, los respeto.

Un año tenía yo, un año y un mes para ser más preciso, cuando se inauguró el estadio de cemento, el primero del continente, la Doble Visera. Me deben haber llevado el día que lo abrieron, no tengo fotos, me van a disculpar de nuevo, en aquella época las selfies eran un poco más incómodas, pero lo más probable es que me hayamos ido con los tíos que vivían en Lanús. Habían votado a favor en la Asamblea de socios, lo contaban en todos los asados. “¿Viste el estadio de Cemento? Bueno, sentite dueño, nosotros votamos para hacerlo” y yo me sentía un poco dueño cada vez que me llevaban, claro que sí.

Así empecé a crecer. Un poco solo porque mis viejos se murieron cuando era muy pibe, un poco hijo de mis hermanas, muy hincha de Independiente. Iba a la cancha en camiones, a veces esperaba que abrieran las puertas en el segundo tiempo porque no había plata para la entrada, eran años bravos. En la semana juntaba bolitas para tirárselas a los caballos de la montada cuando se nos venían encima. De gusto lo hacían, si nosotros éramos pibes buenos. Cada tanto gritaba campeón, no tan seguido, hasta que llegó Erico y me mal acostumbré. Maril, De La Mata, Erico, Sastre y Zorrilla. Yo los vi, ¿eh? A mí no me la cuentan. Yo los vi gambetear a equipos enteros, saltar más alto que las manos de los arqueros, meter goles después de pasársela todos dos veces... Yo los vi, yo sé de qué les hablo. No sé si ustedes se pueden imaginar, dicen que era todo muy distinto, pero la pelota era más o menos la misma, el arco medía lo mismo... Era fútbol, ¿o era magia? Ya no sé.

Me cuentan que el día que se retiró Bochini -te amo Bocha, si andás por ahí Luciano te dirá que fuiste una de mis últimas alegrías- digo que ese día, muchos sintieron que la cosa ya nunca iba a ser igual. Los entiendo, a mí me pasó lo mismo con Erico. Cuando se fue del Rojo sentí que algo se rompía. Cuando murió, fui caminando desde la sede al cementerio, que estaba bien lejos. Era lo menos que podía hacer por mi paraguayo saltarín. Esa es otra historia, porque la verdad es que Independiente siguió y que después vinieron otros y muy buenos, pero cuando Arsenio se fue estuvimos como nueve años sin nada, zapateros, deambulando entre subcampeonatos y mitades de tablas. Y nueve años para un nene es una vida. De los doce a los veintiuno me la pasé siendo hincha de un equipo que ya no era lo mismo. Porque cuando salimos campeones de nuevo yo tenía veintiún años, no sé si les conté, fue más o menos cuando zafé de la colimba por comer manzanas.

En el cuarenta y ocho el presidente era Perón, el mundo estaba peleándose de nuevo, yo iba a la Doble Visera casi todos los domingos. A veces no podía porque estaba de turno en el laburo, leía las noticias en el informativo de Radio Excelsior, no sé si sigue existiendo, me dicen que Walter Nelson está ahí, ya sé que es un pibe pero por ahí se acuerda de esos domingos en los que que te quedabas clavado en una oficinita esperando que te llamaran para, a las en punto, leer las noticias de algún bombardeo aliado, las declaraciones de un ministro y los resultados de la fecha. Cuando me tocaba decir el de Independiente, me paraba frente al micrófono. A veces tenía que leer que habíamos perdido, pero yo me paraba igual. Y mientras tanto, extrañaba a Erico.

Pero en el cuarenta y ocho no veníamos mal nada mal. Peleábamos la punta, eso no era tan raro, aunque esta vez había olor a que se nos daba. Teníamos de nuevo un equipazo. Debutamos y le ganamos a Central diez a dos. En la vuelta nos hicieron cinco, era un poco descompensado el planteo, eso es cierto, pero era un lindo fútbol... Llegaron las última fechas, peleábamos mano a mano y le dimos vuelta un partido increíble al River de Labruna y Distéfano en cancha de ellos, cuatro a tres, todavía se lo deben acordar. Y ahí, cuando ya estábamos preparando las cornetas para salir a festejar, zas, una huelga. Una huelga en pleno gobierno peronista, ¿cómo le pudo haber pasado eso al General? No entiendo, y miren que yo no lo quería nada, pero justo le vienen a hacer una huelga a él. Y de repente parece que el fútbol se para y que nadie va a salir campeón de nada, pero los dirigentes toman una decisión: el campeonato se termina, sea como sea. Si los profesionales no quieren jugar, entonces que jueguen los pibes, los de la reserva, los amateurs. Leí la noticia en la radio. Cuando se apagaron los micrófonos dije “bueno, listo, otro año más sin dar la vuelta”. Igual al partido siguiente fui a la cancha con ganas, si había que alentar era ahí, a ellos, a los chicos que eran más chicos que yo que tenía veintiuno, porque nací en el veintisiete y esto fue en el cuarenta y ocho, no sé si se los dije.
Cuando los pibes salieron al verde césped de Avellaneda -tan verde no era, si el canchero está vivo no le digan que yo dije esto- y aplaudí y canté dale rojo dale rojo, pero algo me preocupó. ¡Qué grandes les quedaban las camisas a esos nenes! Una cosa es que las llevaran un Marito Fernández, un Mourín, un Capote De La Mata -me pongo de pie- y otra estos pibitos. Les bailaban, les sobraban botones por todos lados, parecían payasos de Sarrasani, no sé si ustedes llegaron a ver el circo de Sarrasani, preguntale a  Walter Nelson. Pero bueno, empataron los pibes, al menos no los bailaron. Y en el partido siguiente, esos fideos vestidos con ropa prestada van al Gasómetro y le ganan a Racing que pintaba para campeón de verdad. No me acuerdo ahora por qué se jugó en el Gasómetro, por ahí alguno sabe ahí en la reunión, capaz Walter Nelson. Y después le ganan al globito y así, casi sin darnos cuenta, una fecha antes le meten cuatro a Gimnasia y salimos campeones. Los pibes salieron campeones, los pibes vestidos de payasos dieron la vuelta olímpica, con las camisas por las rodillas pero bien transpiradas de esfuerzo, de emoción, de gloria.

Oíme, Luciano. En Aspirinas y Caramelos vos decís que yo siempre andaba de traje, y es verdad. Lo que no sabías, lo que te vas a enterar ahora, es que buena parte de ese uniforme me vino de ahí, de aquellos pibes que un día no tuvieron más remedio que empezar a usar camisa y que así se hicieron grandes para siempre. Más de una vez, muchos años después, vistiéndome frente al espejo, abrochándome los botones y ajustándome el nudo de la corbata para llevarte de la mano al colegio, pensé en ellos en el vestuario, poniéndose esa ropa que no les quedaba, juramentándose que la iban a llenar de grandeza hasta hacerla reventar. Y cumplieron. Esos nenes que eran más chicos que yo, se hicieron gigantes, mayores de edad. Como yo, que cumplí veintiún años en aquel cuarenta y ocho, cuando comí manzanas para zafar de la colimba, creo que ya les conté.

Vos me decís que ahora esa misma camisa la van a usar los chicos que hoy defienden los colores y yo acá, en el cielo de los ateos, me pongo feliz. Voy a tratar de verlos, capaz el negro Fontanarrosa dejó prendida la tele en el Cielo de los Argentinos, ojalá, preciso el rojo fuego, los botones blancos, el bolsillito... Deciles que no se olviden de abrocharles el escudo, no sé, capaz ahora se lo ponen de otro modo, por las dudas llevales unos alfileres de gancho, esos no fallan.

Bueno Luciano, te dejo. Ya bastante me hiciste soplar en el Maracaná, me alegra que les haya servido. Mandale un abrazo a todos y deciles que acá, en este mundo rojo adonde nos vamos los que en la tierra fuimos hinchas, estamos todos orgullosos de ellos. Que cuando levantan las manos los sentimos más cerca. Que la vida a veces es corta, que se gana, se empata y se pierde, pero que la gloria es eterna.

Seguí comiendo caramelos.

Te extraño, te quiero mucho. Tu padre.

Luciano Olivera
Fuente: Clubaindependiente.com

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