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Compartimos un hermoso relato de Alejandro Dolina, publicado originalmente en la Revista Humor Nº 7, diciembre de 1978.

Foto: Emiliano Penelas / www.lomoargentina.blogspot.com

Vengo trotando con la pelota en los pies. Alguien me ha dado un buen pase y ahora me acerco al área contraria. Presiento un galopito detrás de mí y apuro el tranco, asustado. Miro. Lo que veo no me dice mucho. La defensa adversaria está bien ubicada. En cuanto alguno se avive que no se me ocurre nada, me atora y me quita la pelota. Podría tratar de cortársela al wing, por detrás del marcador, pero esas casi nunca pasan. También podría amagar el pase y seguir yo, pero noto en la cara del zaguero central que se trata de un individuo suspicaz: no se tragará ningún amague. De pronto, sin que nadie me lo diga, se que alguien aparecerá desde atrás para ayudarme.

Entonces pongo cara de centroforward, corro al arco. El zaguero se corre un poco para tapar el tiro. Pero yo no shoteo. Le doy suave hacia mi izquierda. Y allí, por donde yo adivinaba, aparece el compañero, libre de marca, ganador, imparable. Casi sin acomodarla le mete un derechazo que entra por cualquier parte. Gol.

Después de celebrar con un grito, mientras los rivales deslindan responsabilidades, mi compañero me guiña un ojo. Al pasar me toca, apenas. He pensado como él. He confiado en él. Somos amigos. Sin mirarlo casi, le digo "Bien, che". Soy feliz.

Es hermoso el fútbol de la muchachada. El fútbol amateur, el de los equipos de barrio. El que se juega en canchas alquiladas. O en los pocos potreros que nos quedan. El que llena el Parque Saavedra. O la cancha de Alianza. O la de atrás de los cuarteles de Ciudadela. O los descampados de San Miguel. Sobre ese fútbol se ha escrito poco y mal. No seré yo quien lo remedie. Mi humilde intención es trazar algunos apuntes para que algún estudioso de verdad empiece a escribir de una vez un tratado completo sobre el tema.

Orígenes y dificultades
Un equipo atorrante puede nacer de mil maneras distintas.

A veces se compone de caballeros que trabajan en la misma panadería. En otras ocasiones, sus integrantes van al mismo colegio. O viven en el mismo barrio. O los echaron de un equipo anterior. Hubo una época en que no se concebía un grupo de más de diez personas que no tuviera su propio equipo de fútbol. Empresas, oficinas, herrerías, sociedades literarias y simples patotas han dado nacimiento a temas de tan glorioso recuerdo, que a veces uno sospecha que la fundación de ciertas entidades comerciales no ha sido sino el pretexto para la aparición del equipo de fútbol correspondiente.

Sin embargo no todo es tan fácil como parece.

Hoy en día resulta bastante dificultoso juntar once.

Yo recuerdo épocas en que cada vez que aparecía una pelota, había que echar a patadas a los postulantes. Ahora todos son estrellas. Este no puede porque tiene que viajar a Saladillo. El otro se va a la pileta. Al de más allá, la mujer no lo deja. Después quieren que el fútbol ande bien con semejante morralla.

Otro inconveniente es conseguir rivales.

-No, nosotros estamos en un campeonato.
-No, nosotros jugamos solamente contra equipos de otras empresas.
-No, este fin de semana ya tenemos partido.
-No, nosotros jugamos nada más que los lunes.
-No, a esa hora ni locos. Es un infierno, les garanto.

Pero supongamos que usted ha conseguido a once malandras y que ha concertado un desafío contra unos tipos de San Isidro el domingo a las nueve de la mañana en la cancha del Parque Hernández, en San Martín.

La noche anterior usted empieza a sufrir. Porque de golpe y porque sí, dos tipos se borran. Hay que conseguir otros dos. Entonces usted comienza un espantoso peregrinaje en busca de reemplazantes. Y llama por teléfono o toca los timbres de sujetos que usted jamás convocaría en circunstancias normales. Y -para peor- los muy canallas se hacen los difíciles.

-¡Eh, recién ahora me avisás!

Y usted ruega y se arrastra por el suelo ante troncos irrecuperables tratando de arrancarles la promesa de su asistencia. Al final, cerca de la medianoche, el equipo queda completo, con la desagradable presencia de un pibe de once años y de un cuñado suyo que ni zapatillas tiene.

Algo más tranquilo, usted procede a preparar su ropa. Indumentaria clásica: un par de medias llenos de agujeros. Otro par de medias para usar debajo, que también tiene agujeros, pero en otra disposición. Un pantalón con tierra del partido anterior. Un par de zapatillas gastadas y otras decididamenterra inservibles, para prestarle a su cuñado. Hay también canilleras, pedazos de trapo, piolines y otras basuras que suelen guardarse en la bolsa, más que nada para no tirarlas.

Después de esta operación, antes de acostarse, usted mira el cielo. Y con indignada consternación descubre algo espantoso: se está nublando. Son las cuatro de la mañana y usted permanece despierto. Truena. Sopla viento. ¿Lloverá? ¿Podremos jugar igual? ¿Desertará algún pusliánime ante la ventisca? Transpirando a causa de la incertidumbre, usted se duerme a las cinco.

Pero a las ocho ya está en pie. Despierto y con el corazón ardiente. Ha limpiado. Sin nada en el estómago, usted se constituye en la cancha del Parque Hernández. Cuando llega son las nueve menos cinco. Y le espera una sorpresa desagradable: usted es el primero.

Pasan dos colectivos sin detenerse. El panorama es desolador. Sin embargo, en una punta del parque, como a cien metros de allí, hay unos morochos peloteando. Usted piensa que pueden ser sus compañeros que han llegado más temprano. Trota hasta llegar a ellos: se trata de desconocidos.

A las nueve y diez llegan otros atorrantes.

-¿No vino nadie? -preguntan inquietos.

-No -contesta usted.

Entonces los recién llegados se desesperan y se indignan. Los contrarios tampoco aparecieron. El partido peligra.

Cada vez que se detiene un colectivo, la esperanza ilumina a los reos. Desde antes que el coche pare, ya se van agachando para palpitar a través del parabrisas el arribo de algún otro malandra.

-A esta hora ya no viene más nadie -dice alguien. Finalmente, a las diez menos cinco, con los nervios destrozados, usted empieza a jugar.

Nomenclatura, indumentaria y heráldica
Llega un momento, después de mucho padecer, después de innumerables desencuentros y partidos frustrados, en que el equipo tiene un elenco más o menos estable. Y aumenta la frecuencia de los desafíos. Entonces va creciendo el espíritu de cuerpo y el deseo de consolidar el grupo.

Este sentimiento ha engendrado no pocos clubes de barrio, con sede y todo. Pero la primera medida que garantiza la existencia de un cuadro es la búsqueda de un nombre.

Enseguida aparecen propuestas inevitables: "Brisas del Plata", "Once corazones".

O sugerencias chuscas, casi murgueras: "Los lonyipietros de José Ingenieros", "Sacale el hilo a esa chaucha". Me permitiré mencionar -a modo de homenaje- los inmortales nombres de algunos cuadros atorrantes que he conocido: "Halcón de Caseros", "Ciclón de Jonte", "Empalme San Vicente", "Barrio Chino", "Estrella del Sur", "Namuncurá", "Los místicos", "Agronomía Central", "La Academia", "Celtic de Merlo", "La matraca", "Hindú", "Resto del Mundo". Que el olvido perdone a todos ellos.

Otro hecho de importancia fundamental para la perduración de un cuadro es la adquisición de camisetas.

No nos vamos a demorar en su elucidación. Ya todos sabemos los métodos que se emplean para reunir el dinero: rifas, colectas, sustos y disparadas de toda índole.

Debo hacer notar -eso sí- dos tradiciones que se verifican siempre. La primera exige que las camisetas se estrenen perdiendo. La segunda, que se destiñan al primer lavado.

Personajes del fútbol atorrante
Cesarini decía que uno es igual en la cancha y en la vida. No sé si esto será cierto. Con la gente -ya se sabe- es inútil proponer leyes inmutables. Los postulados sirven para triángulos y cotangentes, pero no para los hombres de carne y hueso. Allí fracasan. Pero volvamos al potrero. Conozcamos sus personajes principales.

El morfón: Azote de las canchas. Egoísta y obcecado. Jamás pasa la pelota. Únicamente lo hace cuando está perdido. Sus pases son imperfectos, de mala gana, mordidos y con efecto. Algunos han querido ver en el morfón una concepción individualista del fútbol. Yo creo, simplemente, que un morfón es un pavote.

El tronco: No sabe nada. Es torpe. Y cada partido es para él una humillación.

El sobrador: Cobarde en la adversidad y fanfarrón en el triunfo. Este jugador suele aparecer cuando el equipo gana tres a cero. Entonces tira caños, intenta lujos y se burla de los rivales.

El pecho frío: Ausente de barullos y entreveros. Nunca se ensucia. Nunca grita. Nunca se enoja.

El loco: Suele ser puntero. Es eléctrico e imprevisible. Jamás hace caso, habla solo y se ríe de sus jugadas absurdas.

El arquero: Nunca supe qué es lo que hace que alguien se vuelva arquero. Quizá alguna oculta vocación de trapecista. Hay algo curioso: los pibes más chicos se desesperan por ir al arco. Conforme crecen abandonan los tres palos y ya grandulones, hay que mandarlos a atajar de prepo.

El tipo que pasaba por ahí: Personaje cuya importancia pocos han comprendido. Es el undécimo hombre. Cada vez que falta uno, los muchachos miran a su alrededor, eligen al morocho más aparente y le lanzan la invitación. ¿Querés jugar? Y el tipo acepta. Lo ponen de cualquier cosa, por allá adelante. Nunca le dan un pase. Lo ignoran. Ni siquiera le reprochan nada. Cuando termina el partido todos se olvidan de él, como si no hubiera jugado. Y quien sabe cuántos triunfos se han cimentado en el humilde trabajo de los tipos que pasaban por ahí.

El pibe: Es más chico que todos y se abusa. Sabe que no lo van a tocar y que hay diez grandotes dispuestos a defenderlo. Lo mejor es darle sin asco.

Hay muchos: el referí, el matón, el héroe, el caudillo, el delegado, el gritón, el que reparte las camisetas, el llorón, el lesionado, el suplente, el pavo y otros mil.

Mentiras criollas
Flotan en el aire algunos conceptos equivocados sobre la táctica y estrategia del fútbol atorrante. Y los futuros tratadistas deberán refutarlos. Veamos algunos de ellos.

"Es lo mismo perder uno a cero que diez a cero". Axioma que pretende inducirnos a atacar desesperadamente aunque nos revienten a goles. Es falso. Es mejor ir perdiendo uno a cero. De este modo con un gol de casualidad, empatamos. En el otro caso, nos ponemos diez a uno.
"Venimos a divertirnos". Frase que le sueltan a uno cada vez que se pone un poco nervioso.

Y aquí nos hallamos ante un punto fundamental. "¿Venimos a divertirnos o a hacernos mala sangre?" me preguntan a veces cuando me enojo. Y yo contesto: "A hacernos mala sangre". Sí señor, yo no vengo a divertirme. Para eso está el ludo, el desconfío o el pinchanúmeros, pero nunca el fútbol. Yo quiero sufrir ante el resultado incierto. Padecer la angustia del dominio rival. Sentir miedo ante los golpes y aguantármelo. Quiero imaginar que cada partido es terrible y decisivo. Sé que deberé poner inteligencia y fortaleza. Que hay compañeros que necesitan socorro y adversarios dispuestos a todo. Esta realidad me excita, me entusiasma, me indigna y me enfervoriza, pero no me divierte.

Y quienes van a la cancha a divertirse han equivocado el lugar.

Una receta para ganar siempre
No se trata de un esquema posicional. Es algo sentimental.

A tomar nota los técnicos, porque esta receta nunca falla.

Pues bien: sostengo que el afecto entre los integrantes de un equipo, lo torna invencible. Por eso no debemos burlarnos socarronamente de aquellos que hablan del "grupo humano". Algo sospechan estos caballeros. Yo recién lo descubrí hace poco. Una frase de Menotti me lo reveló.

El flaco le puso nombre a algo que yo sentía desde hacía mucho tiempo. ¿Por qué uno quiere en su equipo a ciertos tipos? ¿Porque juegan bien? ¿Porque se adaptan mejor al juego de uno? No. Uno los elige porque los quiere más. Ahora lo sé bien. Y sé que nunca podría jugar un buen partido con compañeros a quienes detestara. Es así. Uno está dispuesto a alentar al que se equivoca, si hay afecto. Uno ayuda al que está en apuros, si hay afecto. Uno se mata cuando escucha al amigo que le grita "Bien, Negro". Y este afecto, este viril cariño, es lo mejor que tiene el fútbol. Este juego, señores, no es una escuela de vida, ni una filosofía, ni una cosmovisión, como pretenden hoy en día los deportistas presuntuosos. Pero el solo hecho de aprender a cinchar por un fin común y sacar la cara por el compañero basta para recomendar su práctica con todo calor.

El puntero llega al fondo de la cancha. Se dispone a lanzar centro. Yo estoy en el medio del área. Muy marcado. El puntero no centrea. Elude a su marcador y se viene hacia el área. Uno de los que me marcaba lo va a buscar. En ese momento me la toca. La pelota viene rasante, firme. Yo presiento algo detrás mío. Amago el remate, pero abro las piernas y la dejo pasar. A mis espaldas entra, imparable, el compañero. Le pega un derechazo terrible. Gol.

Cuando vuelve me guiña el ojo. Al pasar me toca, apenas. Casi sin mirarlo le digo "Bien, che".

He pensado en él. He confiado en él. Somos Amigos. Soy feliz. Buenas días.

Alejandro Dolina

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