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Eduardo Saccheri es otro de los escritores ligados a la pelota. Hincha de Independiente, el autor de la novela que dio origen a El secreto de sus ojos y una gran cantidad de cuentos que tienen al fútbol como tema, escribe una columna para el diario El Mundo de España.

Aunque respeto profundamente a los que piensan distinto que yo, soy un convencido de que, en el fútbol, las formas son tan importantes como el fondo. Por eso, voy a dedicar esta columna a homenajear a la selección nacional de Camerún. El sábado se convirtió en el primer equipo en quedar sentenciado a volverse a casa. Pero antes de irse, antes de que Eto’o y los suyos abandonaran el césped con los ojos bajos, nos regalaron uno de los partidos más lindos que se llevan jugados en este Mundial de Sudáfrica (bastante mezquino, hasta ahora, en materia de estética y fútbol bien jugado).

Sé que no soy objetivo en este juicio de valor. Después de todo… ¿alguien lo es?. Tengo debilidad por Camerún. Esos tipos de camiseta verde me generan muchísima admiración y cariño.

Ese afecto profundo no me viene de ayer ni de hoy, sino que se remonta a veinte años atrás. En Italia 90, cuando los jugadores que perdieron con Dinamarca eran chicos o no habían nacido, Roger Milla y los suyos me hicieron pasar una de las tardes más gloriosas de las que me deparó alguna vez un campeonato del mundo.

En ese mundial Camerún había avanzado a fuerza de asombros. Arrancó ganándole a Argentina –el campeón- en el partido inaugural y después a Rumania, y clasificó primero en su grupo. En octavos despachó a Colombia (en ese partido, el arquero colombiano Higuita no tuvo mejor idea que tratar de gambetear, fuera de su área, al viejo Milla, que con sus 38 años a cuestas le birló el balón y el pasaje a cuartos).

El partido al que me refiero fue el de cuartos de final, contra Inglaterra, que tenía un equipo verdaderamente de novela. Inglaterra empezó ganando, hasta que Camerún empezó a jugar como Camerún. Pelota al piso, velocidad, toques precisos. Y sobre todo: una emocionante y encarnizada convicción de que el partido se gana en el arco de enfrente. Por un largo rato el milagro pareció posible. Camerún empató y pasó al frente en el marcador. Inglaterra recién pudo empatar faltando siete minutos para el final del partido. En el alargue, facturaron los ingleses y terminó la historia. Eso sí: Camerún dio una vuelta olímpica simbólica al final del partido. Por primera vez, un equipo africano había estado entre los mejores ocho equipos de la copa del mundo.

Hoy, veinte años después, Camerún se va de otro mundial con mucha menos gloria. Dos partidos jugados, dos partidos perdidos. Y sin embargo, lo que me hicieron disfrutar esos tipos mientras cascoteaban el rancho de Dinamarca, no tiene nombre. Por eso me acordé de los cuartos de final de Italia 90. Los vi como entonces: veloces, potentes, virtuosos. Y también inocentes en la marca, egoístas en la resolución, pendencieros entre ellos en el reclamo, distraídos en los relevos, inconstantes en la táctica. Cometieron cientos de errores. Equivocaron definiciones imposibles. Se resbalaron en jugadas definitorias. Pero siempre me dieron la sensación de que merecían otra suerte. Y de que jugar como juegan los hace felices.

Por supuesto que los puristas del análisis o los fundamentalistas del resultado me dirán que soy un idiota, porque Camerún se vuelve a casa y Dinamarca (cuidado, que los de blanco no jugaron nada mal) tiene chances de seguir adelante. Y es verdad, tanto que soy un idiota como que Camerún se va a casita. Pero por eso empecé diciendo lo de las formas. Hay modos y modos de irse, como hay modos y modos de durar. Y Camerún tiene un modo dignísimo de irse: insolente, veloz, vistoso y de pelota bien jugada. Y hasta para equivocarse los tipos tienen estilo. Porque con frecuencia caen en la tentación de convertir el gol de su vida (la suya y la de sus hijos y la de sus nietos), y encaran hacia el arco rival, o disparan desde ángulos inconvenientes, o le niegan el pase a un compañero mejor ubicado. Después, bien pueden desentenderse de lo que pasa en el campo de juego, mientras se obstinan en mirarse con mala cara unos a otros, o en reprocharse con ampulosas gesticulaciones semejantes egoísmos. Y que el contragolpe danés lo detenga Mengano o el buen Dios.

Pero así son. Así lo sienten. Y cuando les vuelva a caer la pelota en los pies, allí irá Camerún. A romper el arco de enfrente, alternando buenas con malas y virtuosismos con chambonadas.

Japón les ganó. Dinamarca les ganó. No me va ni me viene. Ninguno de los dos irá muy lejos en este campeonato. Yo le doy las gracias a Camerún, por lo lindo que hicieron lo que les tocó hacer. Si me dieran a elegir compañeros para un picado en el potrero, no tengo dudas: a mí, dame a los de verde.

Eduardo Sacheri
Diario El Mundo, domingo 20 de junio de 2010

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