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La institución roja atraviesa una extensa crisis institucional, económica y deportiva que coincidió temporalmente con el retiro de Ricardo Bochini pero tuvo origen en el descalabro dirigencial.


¿En qué momento se jodió Independiente? La novela Conversación en la catedral, que Mario Vargas Llosa escribió en 1969, empieza con una frase como ésa, pero obviamente no referida al club de fútbol, sino a Perú. La pregunta ha sido utilizada en muchos otros casos y resulta igual de idónea para desentrañar la secuencia que llevó de la cumbre al precipicio al primer club argentino campeón de Sudamérica, al máximo ganador de la Libertadores desde hace 50 años, al Rey de Copas.

Nunca es fácil descubrir la punta del ovillo en situaciones semejantes. Sin embargo, hay una coincidencia temporal que vale como señal de partida en la caída del Rojo a los infiernos. El 16 de diciembre de 1990 Horacio Sande ganó las elecciones para convertirse en el 31er mandatario de la entidad. Apenas unos meses más tarde, el 5 de mayo de 1991, Pablo Erbín lesionó a Ricardo Bochini en un Independiente vs. Estudiantes y decretó el final de la carrera del máximo exponente futbolístico de la historia del club. Hablamos de principios de los años noventas, una década de cambios profundos, en el país, en el mundo y, también, en el manejo del fútbol en todos sus niveles.


Independiente vivía por entonces un recambio generacional en la conducción. Horacio Sande era hijo de Herminio, presidente en las primeras conquistas subcontinentales de los sesentas, y como los hijos ricos que dilapidan la fortuna familiar amasada por sus mayores, rompió una regla que los viejos dirigentes consideraban sagrada: no pagar más que lo que se tenía ni contraer deudas, una ruptura que acabaría convertida en patología crónica y que puso en marcha un declive que todavía desconoce su final.

La debacle del Rojo reconoce varios hilos conductores que fueron repitiéndose durante los siguientes 30 años. El primero es la absoluta carencia de dirigentes que tengan verdadero amor al club y mirada estratégica. El estilo de actuación de los directivos de antaño, enmarcado siempre en un profundo cariño a la sociedad a la que representaban, se basaba en garantizar el equilibrio de las cuentas a largo plazo. En los noventas, empujada por la sentencia de que “ganar es lo único”, y alentada por la fantasía de riqueza del uno a uno del peso con el dólar, aquella visión desapareció. La sustituyó una política de gasto descontrolado en compras y préstamos de decenas de jugadores por año y de despidos continuos de entrenadores a los que hubo que indemnizar por incumplimiento de contrato (el inminente de Julio César Falcioni será el 48º ciclo de directores técnicos en 31 años).


La tesorería del Rojo inauguraría así una escenografía desconocida, llena de agujeros. Los parches, a la larga improductivos, que sólo iban agravando el problema fueron la solución elegida por directivas que carecieron de planes concretos y convicciones firmes, y en algunos casos también de la honestidad suficiente para manejar el creciente y tentador negocio del fútbol.

No es casual que desde 1996 cada nuevo mandatario hablara de crisis económicas casi terminales y de peligros inminentes de quiebra al asumir su cargo, mientras pedía nuevos y más cuantiosos préstamos para evitar la catástrofe y sostener un equipo que estuviera a la altura del pasado. Ocurrió con Héctor Grondona, Pedro Iso, Andrés Ducatenzeiler, Julio Comparada, Javier Cantero y Hugo Moyano. Lo repetirá el próximo presidente.

Las cifras hablan por sí mismas. De los 6.200.000 dólares de deuda que dejó la gestión de Sande, la cifra fue trepando sin remedio: 19.300.000 con Jorge Bottaro, entre 24 y 30 millones con Grondona, 50.000.000 con Ducatenzeiler. La pesificación que benefició en principio a Comparada se evaporó con los créditos y gastos desmedidos para la remodelación del estadio. Cantero tomó el mando con 328.000.000 de pesos de pasivo y lo entregó con 390.000.000; el último balance presentado por la actual gestión (2021) lo estableció en casi 4000 millones de pesos, y hoy los cálculos más optimistas lo elevan a más de $ 5000 millones, unos US$ 40.000.000 al cambio oficial. La solicitud, en 2005, de un concurso preventivo de acreedores, que continúa vigente, es el mejor reflejo de una situación que salvo en períodos muy cortos nunca dejó de empeorar.


La progresiva politización de la institución, que alcanzó su cénit con la llegada de una figura tan prominente como el secretario general del gremio camionero a la presidencia del club, y la influencia cada vez mayor de la barra brava en la vida cotidiana y hasta en las decisiones institucionales completan un cóctel que sería demoledor para cualquier sociedad civil.

Tampoco los más de cinco millones de socios e hinchas del Rojo –calculables por las encuestas de simpatizantes de fútbol– son inocentes. Su actitud, a medio camino entre la pasividad ante los desmadres dirigenciales y la impaciente exigencia de resultados que planteles desprovistos de categoría no podían ofrecer, brindó la complicidad necesaria para desembocar en este presente.

Es cierto que también hubo algunos éxitos esporádicos en esta larga etapa, pero, mirados con detenimiento, fueron apenas una anestesia parcial, la antesala de una nueva y más profunda crisis. A las conquistas de 1994 y 1995 (Clausura, dos Supercopa y Recopa Sudamericana) sucedió la caída al 16º puesto en el Apertura 1998, el 17º en el Clausura 2001 y el 20º en el Clausura 2002. Al título de campeón del Apertura de ese último año siguió una racha de cinco torneos por debajo de la mitad de la tabla. La Copa Sudamericana 2010 fue el principio del tobogán que conduciría al descenso a la B Nacional, en 2013, y la de 2017, el anticipo del caos actual.


Allá por los años sesentas, setentas y ochentas Independiente era un modelo envidiado en el fútbol argentino, que además de obtener las copas internacionales dominaba el ámbito local (9 trofeos en 30 años, contra 8 de Boca y de River). Nadie podía presagiar que en las tres décadas siguientes recorrería un camino exactamente inverso. El Rojo del siglo XXI dejó de pelear por campeonatos, de ser protagonista, de jugar bien al fútbol.

Quizás sean aquella fortaleza de antaño, la pasión heredada de generación en generación y el relato de las hazañas pasadas las razones por las que Independiente ha conseguido mantenerse en pie. Incluso pese al empeño puesto por unos y otros en malversar capitales tan ricos e intangibles como la historia y la grandeza.

La influencia de Don Julio

Julio Humberto Grondona presidió Independiente entre 1976 y 1981, y luego nunca dejó de ejercer influencia en el club que le sirvió de trampolín. Pero desde los noventas y por diversos motivos, esa incidencia casi nunca fue beneficiosa.

La serie de conflictos se abrió con su hermano Héctor, de quien lo separaban viejas disputas familiares. Con Ducatenzeiler y Comparada tuvo en un principio relaciones protectoras, hasta que ambos desobedecieron instrucciones y se dio vuelta la tortilla. Con Cantero, en cambio, Don Julio mantuvo siempre una línea: lo consideró un personaje peligroso a partir de sus quejas por la escasa colaboración del resto del fútbol argentino en la pelea contra las barras bravas.

El perjudicado, en todos los casos, fue el Rojo, que en los 35 años de Grondona en AFA ganó apenas cuatro torneos locales y conoció el descenso.

Rodolfo Chisleanschi
Diario La Nación, jueves 28 de julio de 2022

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