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Publicamos otro gran relato de Víctor Belchior, autor de "El último gol del Kun Agüero", en esta ocasión dedicado a las últimas horas del Palomo Usurriaga. Para disfrutar y conmoverse.

Capítulo 1: La decisión 

El gran jefe había convocado a la reunión. De la manera que fue informada, no sería para repartir flores. Cuando lo hacía tan de urgencia y en el aguantadero de la calle 57 (frente a la cancha de comuna 1), ese solo lugar, mezcla de fortaleza y cuartel militar, dejaba expuesto la rudeza que impondría. Jair no andaba con vueltas. Su sadismo estaba altamente comprobado y arrancar uñas era una caricia de amedrentamiento. 

Se entra por la Carretera 32 a y hasta llegar a sus dominios se deben atravesar varios cacheos, mientras desde los techos las brigadas de francotiradores empuñan celosas armas automáticas. Los jefes van llegando e ingresan a aquella galería andrajosa por los fondos de casas precarias, parando ante cada piquete donde con handys se pide autorización a la central de operaciones. Todos los jefes de La Molina, La negra y el Cartel Banda del Norte van pasando a una sala con sillas plásticas, ubicadas como platea frente al sillón de cuero negro de enormes dimensiones (y marcando claramente las diferencias), donde sin dudas se sentará el anfitrión. Ya sin armas, las cuales fueron depositadas en un armario del pasillo dispuesto para tal fin, toda la concurrencia se siente absolutamente expuesta. Ya que Jair, con sus lugartenientes armados hasta los dientes, no dudarán en apretar el gatillo para silenciar a alguien. 

El jefe ingresa por una puerta lateral y saluda sin mirar a nadie. Toda la platea se para de un salto y responde el saludo con la sumisión de una corte ante el juez; o más... de alumnitos ante su maestra. Una vez sentado, sin preámbulos dice... 

—No sé si saben lo que yo sé, pero hay que terminar con eso urgente. Como nadie sabe de lo que él dice saber, entre todos se miran desconfiando unos de otros y sintiéndose sospechosos a la vez. 
—Ni idea tengo... no se los demás —contesta Jefferson, tomando la delantera. El resto también niega con la cabeza y murmura su desconocimiento. 
—Bueno, seré claro. Este muchacho que juega al fútbol, ¿cómo es? —mira a sus laderos buscando el nombre que olvidó. 
—Albeiro —dicen a dúo sus lugartenientes. La platea no sale del asombro y se pregunta a dónde llegará la exposición. 
—Hay que limpiarlo. 
—¿Por qué? —surge de un coro al unísono, casi irreverente, que al instante se da cuenta del riesgo que corre. 
—Primero escuchen y después lloren como niñitas. Está en algo raro con japoneses, que si ponen un pie acá nos dejan a todos sin trabajo, pobres o presos... ¿les parece poco? Henrry, desde el fondo, levanta la mano queriendo saber más. 
—Ya va. No sé bien qué negocio, pero pondrían acá fábricas, campos de deporte, colegios y nos quitarían todo el poder. Harían del 12 de Octubre un desastre, como nunca pensamos verlo. No trabajamos años ganando prestigio para que transformen esto en un una porquería. Hasta los mismísimos hermanos Orejuelas y Los Pepes nos respetan. Para que venga este negro peludo y unos enanos de ojos cerrados a quitarnos tanto bienestar. Así que la decisión está tomada. ¿Quién se hace cargo de la operación? Mira a uno de sus muchachos y este por reflejo le acerca una bolsa de papel que el rompe rudamente, dejando expuestos los fajos de billetes. 
—Sabe qué pasa jefe, los pibes lo adoran. No será fácil que acepten la autoría —responde uno de los concurrentes. 
—Mierda con que lo adoran... Mataron a Cristo, ¿no van a cocinar a este negrito? Lo que hay que hacer se hace y punto. Es tal el frenesí de su reacción, que instintivamente las sillas se corren hacia atrás. Queda la sala en un silencio peligroso, ya que Jair podría sacar su arma y comenzar a repartir balazos aleatorios. 
—Yo me encargo —grita desde el fondo Jefferson, con cierto tono de orgullo por su valentía. 
—¿Cuándo debe ser? 
—Ayer —contesta el jefe y larga una carcajada exagerada, que todos acompañan casi por obligación. 

Sin más cortesías, un secretario le acerca el dinero al postulante y Jair se retira rápidamente por la puerta lateral por la que había ingresado sin saludar. 

Capítulo 2: No quiero ser grande 

Este joven ya fue sentenciado. Él, que emergió de las entrañas de 12 de Octubre. Que nacido allí, y pudiendo, nunca se quiso ir... Tiene precio su cabeza y las horas contadas. 

Albeiro Usuriaga López nació el 13 de junio de 1966. Un año de ilusiones, habiendo ganado la presidencia Carlos Leras Restrepo, Inglaterra campeón de su Mundial y la inauguración del Estadio Azteca. Pero allí en Cali, la pobreza rodeaba la cuna de una familia humilde de aquella barriada. Desde niño, ese físico privilegiado en fortaleza y contextura fue su peor enemigo. Era el más grande para los de su edad y el menor para los de su talla. Cuando se juntaba con quienes parecía corresponder, ellos, más intelectualmente desarrollados, lo hacían padecer todo tipo de bromas pesadas o desprecios. Así que no tenía más alternativa que refugiarse en sus pares, no tan pares, llevándoles una cabeza de diferencia. Tal su íntima pena y angustia constante, algo que dentro de sí le impuso para siempre aborrecer a los mayores y valorizar la inmensa calidad espiritual de los niños. 

Ya no le importaban las burlas ni los desafíos, decidiendo que su modo afectivo se paralizaría quedando como un reloj que cae al piso, roto en la hora del impacto. No lo hacía feliz la manera prolifera como crecía su cuerpo; hubiera pagado para detenerlo. Pero este no entendía de relojes ni caídas: como una planta saludable seguía su camino alejándose del piso. Esos conflictos masticados a solas tenían un sabor más amargo. Los chiquitos no lo entenderían y los grandes se burlarían de él. Sumado a un padre que partió a Venezuela y lo encontró la muerte, solo le quedaba el amor de su madre y hermanos, sin la figura varonil que el tanto necesitaba. 

El paso de los años no lograron doblegarlo, pensaba como un niño, sentía como un niño y disfrutaba de esas mismas cosas. Era alegre e histriónico, jamás pasaba desapercibido. Había algo en él que lo diferenciaba, donde llegaba era centro de las risas y su baile tardaba poco en seducir a las niñas más bellas. Eso también traía conflictos, amenazas en un barrio muy popular atravesado por adicciones y mafias. Pero el humor carismático del Palomo (sobrenombre ganado por su berretín de trajes blancos) lograba arrancar más sonrisas que odios y por ese delgado límite, peligroso como el filo de una navaja, él sabía caminar en puntas de pie, saliendo ileso sin cortes ni sangre. 

Su altura y pasión por el básquet, lo hacían gran anotador. Era buscado para todo tipo de desafíos, deportivos o económicos. Pero el destino quiso que alguien viera en su andar y destreza de movimientos, que tendría mejores posibilidades en el fútbol. Así que, primero en picados y luego con más preparación, se inició en las inferiores de América de Cali, para debutar a los 20 años en la Primera división y dar expansión a su carrera deportiva. 

Capítulo 3: Profeta de otra tierra 

Así, el Palomo comenzó a transitar los caminos del fútbol sin demasiada sonoridad. Cambiando de clubes, pero siempre regresando a 12 de Octubre, como una ballena que disfruta nadar en las profundidades, pero cada tanto debe emerger para tomar una bocanada de oxígeno. Su momento llegó en Atlético Nacional, tres años después, cuando el equipo colombiano, con una gran campaña de Maturana como técnico, logró la Copa Libertadores. Con una actuación rutilante de Albeiro, convirtiéndose en goleador de la Copa y con 4 goles a Danubio en la victoria del 6 a 0, logrando el récord a la mayor cantidad de goles convertidos por el mismo jugador, marcados en un partido para esa prestigiosa contienda. Luego Campeón nacional con América de Cali; y en la Selección colombiana, el gol que la clasificara a un repechaje ante Israel para la Copa del Mundo 1990. Pero Maturana, casi su mentor, lo dejó afuera de ese Mundial y del próximo de Estados Unidos 1994, aduciendo inconductas. Poniéndolo en penitencia, como un padre a su hijo; y Albeiro, con alma de niño, aceptándolo sin reprochar. Nunca tan ratificado aquello de que “nadie es profeta en su tierra”, porque la verdadera consagración vendría muy lejos, en la Argentina. O más específicamente, en el territorio de Avellaneda.

Quien lo vio llegar, intuyó que sería arquero; o de mínima, marcador central. Con su altura de 1,92 nadie podía imaginarlo al frente de la delantera. El Palomo, desde el primer partido, despejó toda duda. Al recibir la pelota, logró un profundo suspiro de esa tribuna. Tenía una calidad lindando entre el deporte y el arte. Tomaba velocidad en dos pasos. Con su figura aerodinámica, como un guepardo enfrentaba defensas de leones hambrientos, poniendo en juego, además de la rapidez, cambios de dirección similares al singular felino. En ese equipo de Miguel Brindisi lleno de figuras, quizá era fácil jugar, pero difícil brillar. Usuriaga lo hacía, sumándose a aquella constelación. Acompañaba la calidad de Garnero, los piques de Rambert, la jerarquía de Gareca y hasta el temperamento de Perico Pérez. Albeiro bajaba a buscar el balón a la mitad de la cancha y de forma indistinta, por izquierda o derecha dada su ambigua habilidad, producía esos descalabros devolviendo pases certeros, tirando centros dañinos, generando esas gambetas largas, donde parecía que el jugador contrario llegaría primero a la pelota, pero con sus zancadas siempre sacaba ventajas y se lanzaba hacia el gol. O provocaba espacios al arrastrar a varias marcas, incapaces de prever sus múltiples opciones. Incluso, sacando casi sin recorrido, poderosos tiros al arco que inflaban la red. 

Pero más allá de todo lo técnico y racional, Usuriaga tenía algo superlativo que emocionaba, que emanaba de su presencia, fluía en movimientos con su gambeta. Ese algo sin explicación subía a las tribunas y accionaba en el corazón de los hinchas. La ensoñación que ese jugador generaba no se circunscribía a los partidos; su figura representaba todas las expectativas del hincha... desde su caminar, la vestimenta, el fino movimiento de sus manos, esos colgantes, cadenas, aros, anillos o rulos, parecían conformarlo en un personaje de mitología. Un quijote con la exacta armadura, Zeus sosteniendo la lanza o Perseo con la espada y una cabeza tomada por los pelos. Todo en Usuriaga estaba en el exacto lugar y con la perfecta forma. Hasta los colores rojo y azul de la indumentaria oficial parecían haber nacido para él, realzando la negrura de su piel y esos perlados dientes blancos. Usuriaga desparramaba carisma, sonrisas, misterios y derroches. Detestaba las notas periodísticas. 

No le gustaba hablar con grandes, cosas de grandes. Solo accedía a la paciente dedicación de la joven periodista Debora D’Amato, que si bien representaba al periódico deportivo más importante del país, hábilmente había decodificado su naturaleza, llevando la función profesional a un vínculo de amistad, sabiéndolo escuchar y transformándose en su confidente, psicóloga y, hasta a veces, madre sustituta. Solía contar lo que había que contar y callar aquello que se debía callar. Con el resto era parco y casi odioso. Qué importancia podía tener cómo jugaron o con quién jugaran, qué pensaba de cual o tal cosa. Él solo quería disfrutar al fútbol, andar en el auto deportivo y música de salsa a todo volumen y rodearse con decenas de chiquitos que se le acercaban como atraídos por un imán, comunicándose en un mismo idioma lleno de códigos y gestos que solo se entienden a los 10 o 12 años. El quería gozar jugando, comprándose ropa llamativa, comiendo y bebiendo sin restricciones. Como todos los pibes, que se llenan la boca de caramelos sin importar que no quedaran para después. Así era ese chico grandote, noble y puro, sin intereses ni maldad... Solo quería vivir cada minuto, evitando normas y sintiéndose el Rey de su propio reinado. 

Capítulo 4: La condena 

Terminada esa campaña llena de triunfos y títulos, obteniendo el Campeonato Nacional, Supercopa Sudamericana y Recopa, Usuriaga, como esa ballena, debía volver a su oxigeno que solo obtenía en 12 de Octubre. Así que dejó todo, regresó un tiempo a Colombia y disfrutó hasta que llegara una oferta interesante. Ella fue del Necaxa, de Méjico. Así que regresó a las profundidades sin mucha voluntad. De allí, al Barcelona de Ecuador, Santos de Brasil... Todo eso en un año y siempre emergiendo de forma esporádica. Como se recibe la llamada de la antigua novia, el Palomo atendió a Independiente y regresó a aquel amor sin preguntas , incorporándose al equipo rápidamente. Primero con Menotti y luego con Gareca, hasta que su abstinencia por la barriada, comenzó a deteriorarlo anímicamente. A pesar de Yeimi, su adolescente novia que esporádicamente iba a visitarlo, como las esponjas cargadas de agua, cada vez absorbía meno. Llevándolo a salidas, trasnochadas y excesos que quedaron expuestos en aquel partido ante San Lorenzo, donde el antidoping le dio positivo. Allí fue castigado con la máxima dureza por el inmaculado fútbol en que media FIFA presa por repartirse coimas millonarias, se sentía con autoridad moral. Eligiendo árbitros a dedo, abusando del poder económico, decidiendo días y horas funcionales a los poderosos, gozando su establishment de total impunidad. 

Usuriaga era una buena presa para lavar tantas culpas, generar cortinas de humo o amenazar solapadamente a otros, avisando hasta dónde la crueldad podría llegar. Era fácil condenar a un chico que había cometido, como falta grave, un exceso producto de algo que excedía a su voluntad, porque cuando el mundo científico ya consideraba a las adicciones como una enfermedad, el tribunal de disciplina había encontrado en su vademécum propio, el remedio para curarla... dos años de suspensión. Pero jamás aplicaría esa misma lógica para jugadores que contrajeran hepatitis o paperas. Cuando se necesitaba comprensión, refugio, amparo, tratamiento... la respuesta era ese duro castigo; robándole a un deportista, más allá de su privación del trabajo y el perjuicio económico, marcarlo con ácido por el resto de su vida. 

Así que el Palomo Usuriaga, con la cabeza gacha, el alma rota y llagas en la piel, regresó a su mundo cruel... Pero no tanto...comparado con ese otro del cual salía, donde hombres trajeados y con perfumes importados no sintieron piedad, abusando de su fragilidad. Como todo talentoso, luego de lamerse las heridas tomó la decisión de volver, sin importarle cómo ni dónde, solo el deseo de desplegar su arte tras una pelota. Además, estimulado en ese momento por la responsabilidad de un regalo que le diera la vida... el nacimiento de su hija Dayana, tan pequeña y hermosa y capaz de llenarlo de las fuerzas necesarias. Fue contratado por otro equipo de la Argentina, que desde el Interior de la provincia de Córdoba solo soñaba con ascender a la segunda división. Era General Paz Juniors y allí Albeiro fue una celebridad a pesar de haber jugado por cosas muchísimo más importantes. Se vistió la camiseta y se puso al hombro al entusiasta y humilde equipo que logró el tan ansiado objetivo de coronase campeón y subir de categoría. Se comenzó a tejer el final de su carrera futbolística y tras pasar por All Boys, Sportivo Luqueño de Paraguay y Carabobo de Venezuela, las pilas se agotaban. El deseo de tener en sus brazos a la dulce Dayana, lo hicieron regresar a su amado 12 de Octubre, sin percibir que sería para siempre. 

Capítulo 5: El sol naciente 

Yolanda salió al balcón y pegó el grito. En la esquina, con la música a todo lo que daba, a Albeiro le costó escucharla. Con los brazos al aire, la mujer llamó lo suficientemente la atención para que la mirara; y luego, con la mano haciendo círculos sobre la oreja, le dejó en claro que tenía una llamada. Esos meses desde el retiro los había disfrutado como nunca. El tiempo compartido con amigos, llenarse de afecto con sus hermanos , con la mamá. Pero sobre todo, acercarse a Yeimi y comer a besos a la pequeña Dayana, que se iluminaba cuando el cariñoso papá la elevaba con sus largos brazos como un avión en el aire. Corrió y subió de a dos pasos las escaleras, hasta llegar al aparato sobre la mesita del rincón. 

—Hola. 
—Señor Albeiro —le contestó una voz algo especial, pero muy clara. 
—El mismo. —Mire, mi nombre es Kokubo y represento a la firma Toyama Animation. Estamos interesados en tener una reunión con usted para hacerle una propuesta. 
—Sepa que yo ya no estoy para jugar. 
—No se trata de jugar, es por un negocio menos esforzado y más lucrativo. 
—Bueno —contestó el Palomo, con cierta intriga. 
—Yo viajaré desde Tokio. ¿Le parece bien el Cali Marriot? Allí nos podemos encontrar a almorzar la semana próxima, el día que usted me indique. 
—¿Podría ser el martes? 
—De acuerdo. Lo espero el martes para almorzar en el restaurante del hotel. 
—¿Me reconocerá? 
—Un moreno de 1,92 y un japonés, no pueden pasar desapercibidos. 

Ambos rieron a los dos lados de la línea y Albeiro cortó un tanto pensativo. 

Desde arribar a la cochera, donde el Valet Parking le llevó el auto, hasta la entrada al hotel, tuvo que parar diez veces por fotos y autógrafos. Si bien nunca lo conmovieron esas cosas, solo le daba la muestra de que su popularidad seguía intacta. Antes de llegar a la recepción, un maletero salió a recibirlo y luego de un formal y afectuoso saludo, le pidió que lo siga. El Sr. Kokubo lo esperaba en una de las mejores mesas, reservada especialmente. El ejecutivo nipón se levantó como un resorte y eso acercó un poco las distancias, ya que ante la monumental figura del deportista, su naturaleza estaba bastante lejos. Cálidamente le dio la mano y lo invitó a sentarse, mientras el metre retiraba la silla para ofrecerle su lugar. A Albeiro le gustó la sonrisa franca del hombrecito o quizá le cayó bien tan solo por tener el físico de un niño. 

Capítulo 6: La propuesta 

Kokubo llamo al mozo para ordenar, Albeiro eligió el vino y ambos se decidieron por carnes rojas en distintas modalidades. Como toda reunión de desconocidos se transitó por lugares comunes en preguntas y comentarios, hasta que la corta paciencia del Palomo se agotó al fin y con determinación pregunto. 

—Que lo nos trae a esta mesa? 
—En realidad es una pequeña historia que quiero contarle. Nuestro Mentor; el Doctor Yoshida, aparte de tener un holding de diferentes empresas es un gran filántropo— al ver la cara un tanto extrañada de Albeiro, aclaró— alguien dedicado a obras solidarias y sobre todo para niños. En este caso y por lo que lo convocamos es el lanzamiento de un comic y dibujo animado con más fines de formación que económicos. Sabiendo que el futbol es el deporte con mayor alcance en el mundo y compitiendo con otras empresas japonesas de mucho éxito; este producto será un equipo de niños y quisiéramos que el líder protagonista fuera usted—. 

La cara de asombro del El Palomo había ido subiendo en el transcurso del relato y ya para esos momentos su boca estaba entre abierta y en estado de mudes. Tuvo que sacudir su cabeza como para volver al presente y se animó a preguntar. 

—¿Yo ?— como desconfiando de su propia imagen.
—Usted sabe que consumí drogas? —como alertándolo. 
—Justamente, nuestro proyecto no pretende mostrar un mundo ideal, sino como podemos equivocarnos y recomponer nuestras vidas. 

Kokubo miro a un señor en la mesa del fondo que Albeiro no había percibido y levanto la mano llamándolo. Era otro japonés que se acercó, saludo con reverencias y entrego al anfitrión un sobre de cuero. Este abrió la cobertura y retiro unas cartulinas que puso frente a al extrañado invitado. Los diseños. Mostraban un estadio gigante y allí el equipo de nenes; quien llevaba la pelota era una especie de caricatura del mismo, pero pequeño. Sus rulos, colgantes, características físicas y hasta la pose corporal no dejaban el mínimo margen de dudas. Ese personaje era un mini Palomo Usuruiaga corriendo feliz tras la pelota. Las otras laminas lo mostraban solo, de distintas maneras y diferentes ropas. 

—No entiendo nada— dijo el joven ex jugador un tanto ruborizado— y cuál sería mi participación en esto, qué debería hacer ? 
—Nada— contestó el ejecutivo japonés con soltura— sólo permitirnos utilizar su imagen y participar de algunos eventos de lanzamiento, publicidades, campañas...
—¿Y qué obtendría por eso?— dijo todavía confundido. 
—Un contrato económico que podríamos discutir—. Albeiro tomó un gran sorbo de vino y quedó mirando el mantel unos segundos como queriendo ordenar sus pensamientos. 
—Discutir un contrato económico —repitió de una forma un tanto irónica— mire... yo nunca discuto por plata, tengo lo suficiente para mantener a mi familia, mi autito, tragos y algún partidito a los naipes; yo no necesito más nada, pero si me dice que podemos ayudar, yo le pido que ayude a los míos. En mi barriada hay jóvenes, casi criaturas, que pasan hambre o tiene que hacer de esclavos para vivir; dígame ¿qué haría su filántropo al respecto?. Filántropo... cómo me gusto esa palabrita, si significa ayudar a los chicos, yo también quiero ser eso. 

Ambos rieron emocionados. El Japonés clavo los ojos en el mantel pensativo y luego de unos segundos, dio su conclusión. 

—Pensamos que como todos se contentaría con una cifra millonaria en dólares y la reunión se acababa, pero veo que usted es especial. Le hago una propuesta... debo llamar a Japón y deliberar en forma directa con mi máximo jefe, como esta es una hora inconveniente allí, yo le pido que se aloje esta noche a nuestro cargo en este hotel y mañana en el desayuno tendré una repuesta categórica. 

Luego de firmar la cuenta y una generosa propina, ambos comensales y el secretario detrás caminaron hasta la recepción para realizar el registro de Albeiro Usuriaga en una suntuosa Suite. 

Capítulo 7: El acuerdo 

Albeiro llamo a su casa para ver cómo estaban y sin mucho detalle avisar que quedaría en la ciudad esa noche. Pidió una hamburguesa completa al cuarto y se fue durmiendo mirando televisión. 

Al despertar lo desconcertó el glamuroso entorno; le llevo unos minutos situarse en tiempo y espacio. 

Se dio una ducha por suerte con los amenities finísimos del baño y sin más remedio que colocarse la misma vestimenta bajo al lobby con ansiedad de encontrar al amigable Kokubo. 

Al llegar al desayunador lo vio desde lejos que estaba con Sato (su secretario) y la mesa llena de papeles de fax; hablando enérgicamente en esa lengua inentendible para él. Al acercarse, Sato pareció ser eyectado de la silla y con la misma sumisión del día anterior saludo a Albeiro que sonreía por la exagerada gesticulación de respeto. El joven se retiró y Kokubo paró, para darle la mano. 

Lo invitó con un gesto a pasar por el buffet, que en el centro del salón exhibía manjares de toda índole y ambos se sirvieron a voluntad. Al llegar a la mesa un mozo impecable de moñito , sostenía dos jarras con los brebajes calientes que ambos dieron el alto cuando estuvieron a gusto. Ya pasados esos menesteres llegaba el momento de hablar y el oriental tomo los papeles que Sato había colocado prolijamente en una carpeta. 

—¿Cómo durmió ?— preguntó Kokubo.
— Yo bien ¿y usted?
—Muy poco; tuvimos que trabajar toda la noche por la diferencia horaria y debatir con nuestro directorio en Tokio—. El Palomo hizo un gesto de pedir perdón con las manos, con cierto humor. 
—Pero aquí está... creo que logramos una propuesta que lo conformara. En el plan maestro estaba previsto abrir una planta de fabricación de los comics y merchandising en San Pablo, por determinadas facilidades que nos ofrecía Brasil; pero dadas las circunstancias hemos indagando la legislación y promociones de Colombia y la propuesta seria... instalarnos aquí y por qué no en el barrio 12 de Octubre de la ciudad de Cali.— Mientras hablaba iba sacando papeles de fax con logos oficiales y de orden legal; ya en ese punto saco un plano; Albeiro en el aire distinguió que era su barrida.
—Ve aquí en las afueras, después de la 96, hay tierras fiscales que el gobierno seguro nos cedería con el volumen de inversión que demanda la planta. 

El joven ex jugador tenía una sonrisa pintada en la cara, como un niño frente a un gran helado o recibiendo el juguete que soñó toda su vida. Cada palabra que escuchaba subía ese estado de felicidad tratando que la imaginación acompañara lo que su partenaire le iba contando. 

—No será sólo la planta, que calculamos emplearía a más de 700 personas, sino los beneficios colaterales, pondríamos un centro de capacitación; una especie de escuela taller para instruir a los niños y jóvenes que luego iremos empleando, un campo deportivo, seguramente la actividad de visitantes atraerá inversiones como hoteles, restaurantes, empresas de turismo; ello seguramente cambiará todo el barrio en el aspecto urbanístico. Es como echar a rodar una pelota, usted bien sabe eso, y no será difícil con un plan de inversión de unos 500 millones de dólares. 

Albeiro ya en estado de éxtasis, alcanzó a decir —Pero que no me saquen los bares y discotecas...— ambos rieron. 
—Por supuesto que no; se preservara la identidad y arquitectura, solo dándole brillo.
—Bueno, qué puedo decirle amigo, ¿cuando llegan las máquinas? Jajajaj 
—Este es solo un boceto que ajustaremos para la firma del contrato, falta me diga cuando puede viajar a Tokio y también la cifra que quiere percibir en forma personal. 
—Con todo esto y dos copas de ron creo que arreglamos. 

Ambos rieron efusivamente quizá no tanto por la broma, sino por la adrenalina contenida. 

—Mire, hoy es 9 de febrero, le parece que viaje el sábado 14, así tendremos la papelería ya terminada y firmamos contrato. Le pido preservar la noticia para que le lanzamiento lo anunciemos allí.

Ambos se pararon, en esa oportunidad ya con un abrazo incomodo por la diferencia de altura, pero tremendamente cálido por tanta felicidad. 

Capítulo 8: Los datos 

Esos 150 kilómetros que había transitado tantas veces, nunca con ese estado de alegría; con su auto bastante veloz, la música a todo lo que daba y el corazón latiendo fuertemente por la excitación de la noticia que debía callar, pero sería difícil de disimular. Imaginaba las transformaciones de aquel lugar amado, pero a veces tan cruel para la gente querida. Como seria ver a los machitos trabajando honestamente, respetados y orgullosos del bienestar, las calles iluminadas , vestidas de colores vivos, para recibir de brazos abiertos a tanta gente que vendría y la carita de Dayana viendo su dibujito animado en la televisión. Aquella enorme frustración del anti doping, que lo había desbastado por sentir que su mal ejemplo podría influir negativamente en muchos niños, así de repente esa jugada del destino, invertía el sentido de las cosas, permitiéndole hacer tanto bien. 

Ingresó al barrio, tocando bocina, con la música altísima y saludando a todos; eso no sería diferente a otras veces, lo distinto que ya tenia un motivo verdadero. Llegó a su casa, entró, saludó a su mamá con una parodia como bailando salsa, beso a sus hermanas Yolanda, Diana risueñamente, tiro a Jahir un par de goles al aire como pugilista y fue a la habitación donde Yeimi está durmiendo a la niña. Besó a su esposa tiernamente y le quito con cuidado a su hija de los brazos para seguir él en la noble tarea. 

Todos sabían que algo muy bueno le pasaba , pero también lo conocían suficiente como para entender que lo dirá cuando realmente desee. Ya en la mensa solo comentó que el sábado siguiente viajaría a Tokio. 

—¿A qué?—le preguntó su joven esposa. 
—Solo unos días, por un negocio— 

Todos siguieron almorzando extrañados, pero respetando su silencio... cuando lo disponga ya lo dirá. El problema estuvo a la noche, como siempre a eso de las 8 fue para la esquina, donde las cartas y el domino eran la excusa, camuflando el momento para ver amigos y tomar un traguito. Esa ves no fue un traguito... pago varias cervezas, unas vueltas de Ron y al final pidió Champaña. Sus amigos sin oponerse a acompañar el ritmo sabían que Albeiro estaba festejando algo sin contarlo, pero los efectos del alcohol y su alegría incontenible le jugaron una mala pasada. 

—Escuchen, escuchen... este barrio cambia, el sábado viajo a Japón y tararee gente que pondrá una fabrica canchas de fútbol, escuela y muchas cosas más. ¿Saben por qué?, porque los quiero, porque son mis hermanos, mi familia...— y ya ahogado en llanto se abrazó a todos que, impactados y hasta incrédulos, no sabían que decir— pero ojo, que esto no salga de acá—.

Llegaron las cartas para romper el clima y jugar un rato. El problema que alguien de una mesa del fondo escuchó silencioso y era experto en el arte de contar...sobre todo, si le pagaban. Fue directo al aguantadero de la 57 y diez minutos después salió guardando billetes a cambio de datos. Regresó al bar como si nada y bebió alegremente a no más de 5 metros de quien había condenado a muerte. 

Capítulo 9: Jugada maestra 

Jefferson tiene sobre su espalda la responsabilidad del hecho, no sólo porque fallar se transformaría en su propia condena a muerte; sino porque quería esa hábil escalada de ascender a mejor rango dentro de la organización; tal logro lo acercaría más al sillón de Jair tan codiciado. 

Por ello se tomó todo un día en la planificación y pensó que lo mejor seria un acto sorpresa no solo para la víctima, sino también para los victimarios; así que decidido citar a sus dos mejores hombres solo una hora antes del momento indicado. Allí les comunicaría el objetivo, para evitar tiempos de pensamiento o reflexión. 

El viernes salió temprano hacia Cali a comprar algunos proyectiles necesarios para la acción y regresando al medio día ; mando decir a Eduardo y Mauricio que se le presenten a las 19 has en el búnker. 

Llega a su guarida 18,30 y ya los muchachos están en la puerta, apenas saluda con vos baja y les dice. 

—¿No cite a las 19 yo?
—Si, pero...
—Pero, nada; las 19 son las 19.

Él ya había aprendido la técnica de Jair, teniendo a sus súbditos siempre maltratados, para marcar diferencias y amedrentarlos con violencia; así que los deja allí parados y recién a la hora exacta se asoma para que entren. Jefferson había reproducido en menor medida esa escenografía de adjudicarse un mega sillón de cuero y dejar a los invitados en precarias sillas plásticas, solo que también había sumado un escritorio donde se posicionaba como gran ejecutivo. 

Los pibes entran y en silencio supremo ocupan sus lugares tratando de no accionar ningún ruido. El jefe busca algo que ni sabe entre papeles sobre el escritorio; solo para que en ese lapso se amplíe el misterio de su personalidad. 

—Bueno muchachos, tendrán un trabajito— y simultáneamente mientras dice eso, saca un fajo de billetes del primer cajón que ilumina la cara de los presentes— es fácil y cerca.
—Mande Jefe.
—Acá a unas cuadras, hay que cocinar a tiros a un tripehijoeputa que no quiere pagar.
—Diga jefe, nosotros le cumplimos. 
—Ese, el jugadorcito, como se llama...Albeiro— Los rostros de los muchachos se transfiguran y en un acto estrictamente corporal tiraran sus torsos hacia atrás, haciendo rechinar las sillas y casi a coro reproducen... 
—Albeiro...
—Si, qué pasa, ustedes ahora eligen a la victimas
—No señor, déjeme disculparme, yo a Albeiro no lo ajusticio. 
—Yo tampoco— dijo el otro y ambos con la cabeza gacha quedan dando la imagen que se exponen a cualquier castigo. 
—Así, entonces si ustedes no aceptan, me mato yo. 

Ante la mirada azorada de ambos sicarios, Jefferson saca su revolver, lo pone sobre la mesa, abre el cajón del escritorio, tamo una caja de balas y coloca una de ellas en el tambor ; mientas ello sucede Eduardo y Mauricio atraviesan una total incertidumbre, queriendo pararlo sin saber cómo o conscientes que la llave para desactivar esa bomba es acceder a algo que no están dispuestos. 

El hombre sigue adelante con la tétrica faena; cierra el tambor, martilla el arma coloca el caño en su sien y poniendo a los espectadores al borde del paro cardiaco, con los ojos cerrados... oprime el gatillo. 

El estruendo en el cuarto cerrado es ensordecedor y al instante Jefferson abre los ojos y comienza a reír a carcajadas como nunca antes; un poco para cumplir con su escena y otro al ver los rostros desfigurados de quienes no logran procesar el impactante suceso. 

Eduardo y Mauricio luego del shock comienzan a reír, sumándose a su jefe, más que por lo gracioso, para liberar tanta tensión retenida, se retroalimentan de carcajadas extremas hasta terminar con ahogos. 

—Bueno, bueno... ya está. Estas son balas de salva , maricas, balas que no matan; solo le daremos un susto; pero miren que si no paga lo que debe, la próxima será distinto.
—Si jefe.
—Denme sus pistolas—. Ambos se las entregan , él saca las balas hasta las de las recámaras y comienza a recargarlas con las de la caja; una vez completas le retorna a cada uno el suya. 
—Será en el bar de la 52 y Carrera 28 f, el a partir de las 20 hs. siempre está allí, faltan 15; llegan con sus motos y le vacían el cargador, ni hablen que yo estaré a media cuadra y me apersono para cantarle la amenaza. 
—Bueno, bueno, jefe. 

Los muchachos toman el dinero del escritorio, se retiran y Jefferson queda sonriendo mientras se agita el oído por el zumbido, producto del estallido. Había valido la pena, su jugada maestra estaba consumada; los pibes jamás imaginaron que la única bala de salva fue la explotada en su cabeza y los pistola habían sido cargadas, con puro plomo. 

Capítulo 10: Balas que no matan 

Jefferson escucha el rugido de las motos y es como la señal que la operación ha comenzado. Seguro en los 10 minutos que faltan irán a correr por la ruta a toda velocidad para juntar adrenalina y llegar con esa carga. Quizá hasta tomen la 93, sin saber que allí nunca se instalará aquella fabrica que podría haber llegado para cambiar la vida todos y ellos están a punto de frustrar. Paran dos cuadras antes, Eduardo agarra un papel de cocaína del bolsillo externo de la campera de jeans, le convida a Mauricio y ambos consumen para darse fuerza. Sacan sus arma de la cintura y arrancan conduciendo con una sola mano y las pistolas colgando en la otra. Cuando van llegando a la esquina lo ven a Albeiro cruzando la calle, que al sentir el enorme rugir de las motos directo hacia él, cómo fieras salvajes, gira ,queda de frente; ambos lo apuntan y disparan a mansalva. 

Los dos sicarios comienzan a ver que las balas como otras tantas veces, entran en el cuerpo de la víctima y espontáneamente, salta la roja sangre que tiñe círculos brillantes en la blanca camisa del Palomo. No pueden evitarlo, ya están lanzados y su dedos índice siguen accionando como por reflejo, no saben parar ese error terrible e involuntario. Sus cabezas que vienen de sufrir aquella situación traumática e inédita no consiguen procesar esto que les pasa; balear gente no les causa trauma, pero si, ser artífices de una matanza involuntaria. 

Presos de ese shock aceleran en distintas direcciones, ambos por reflejo giran para mirar aquella tétrica escena; viendo a Albeiro gimiendo de dolor sobre el cemento en un charco de sangre, no quieren creer que ellos sean los responsables y al otro día la noticia de vuelta al mundo siendo los tristemente célebres asesinos. 

Eduardo a no más de 10 cuadras, deja caer la moto junto al cordón de la vereda y allí se sienta, con la pena que no le haya quedado ni una bala para suicidarse, largándose a llorar. Deja pasar el tiempo hasta que un patrullero llega a detenerlo; es una manera de entregarse, una forma de hacerse justicia, sabiendo que recibirá el odio generalizado y cárcel para el resto de su vida. 

Mauricio nunca más fue visto y solo alguna versión que andaba por España rodando miserable; en cambio Jefferson, que desde el bunker escuchó los disparos, en los días siguientes hace todo el marketing promocionando su genial estrategia para realizar el hecho. Lo cuenta en reuniones con lujo de detalles y termina a risotadas repitiendo varias veces... 

—Balas que no matan, balas que no matan, jajajaja— y se regodea de su inteligencia capaz de haber engañado a esos pobres muchachos. Sólo un mes después y cuando baja la efervescencia es cruzado a una cuadra de su guarida por dos camionetas; de una baja Jair y camina hacia él. 
—Hola Jefe, ¿qué pasa?— sabiendo que nada bueno vendría. Jair saca su arma y le dispara en el pecho, se le acerca y antes de rematarlo le dice... 
—Estas si matan— dándole un tiro de gracia. El gran jefe no quiere nadie con pretensiones de su enorme sillón. 

Kokubo recibe la noticia apenas al despertar; ya había dado la orden de enviar el ticket para el próximo sábado y reservado una gran suite en el hotel Shangri, dispuesto la prestación, una pauta publicitaria y citado a los medios para la conferencia de prensa; pero nada de ello le dolió, rompió su corazón la vida frustrada de Albeiro y tantos otros jóvenes que podrían haber cambiado su futuro, incluso Eduardo y Mauricio. 

Lo atacó también un sentimiento de culpa ya que su propuesta había generado tal acontecimiento. Lloró ocultó y con la solemnidad oriental, una vez repuesto se arregló partiendo hacia la oficina. Al llegar fue directo al despacho del Dr. Yoshida para informarlo, quien ya había visto la noticia en internet. 

—Adelante— dijo el Doctor ante el clásico gesto de oriental de Kokubo inclinándose— ya me enteré de hecho con mucho dolor.
—¿Y qué haremos, Doctor ?
—Nada... todo se aborta— Su alto ejecutivo sabía que no había más que discutir cuando Yoshida había tomado una decisión. 
—Pero le pido algo— dijo el supremo— los 500 millones para ese proyecto distribúyalos como donaciones a escuelas de Latinoamérica; que sean anónimas, pero nosotros sabremos bien en nombre de quien las haremos; quiero que el señor Albeirio desde algún sitio, cumpla su sueño de convertirse en filántropo.— 

Lo más importante es que él estará presente... cada vez que en un bar se celebra la amistad, cuando parezca andar por la casa entre su madre y hermanos, su esposa lo extrañe, estalle en la risa de su bella hija. Cuando alguien escuche salsa a todo volumen o beba un ron en su honor, cada vez que recuerden la historia del General Paz Junior o salga su imagen en las pantallas del estadio de Independiente y las tribunas se vengan abajo. Todos habrán comprobado que Jefferson tuvo razón... esas balas nunca lo mataron, el Palomo Usuriga siguiera vivo por siempre en el corazón de la gente

Víctor Belchior
Exclusivo para La Caldera del Diablo


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