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Luciano Olivera encontró por azar en su biblioteca una vieja novela que era de su padre. ¿Qué hacía ese libro ahí? Al abrirlo, se sumergió en un mundo de recuerdos que parece guionado por el destino. Acá, el artículo que escribió para Infobae.


Hoy a la mañana terminé de leer un ensayo de Mario Vargas Llosa sobre Juan Carlos Onetti. Cuenta don Mario que, entre los escritores que influenciaron al gran novelista uruguayo (Faulkner antes que ninguno), estuvieron Celine, Joyce, y Knut Hamsun. Noruego, Premio Nobel en 1920, su obra quedó bastante eclipsada por el apoyo absoluto que Hamsun le brindó al nazismo. A pesar de eso, fue admirado por autores tan distintos como Kafka, Hemingway o Paul Auster.

Pero este no es un texto de literatura sino de casualidades. O, al menos, eso supongo.

Cuando leí el apellido Hamsun, mi mente voló inmediatamente al living de Lomas de Zamora, a la biblioteca de papá, allá por 1975. Yo vivía obsesionado por ella, creo recordar cada lomo de libro que apilaba, no me cuesta nada cerrar los ojos y volver a sentir el aroma de las páginas recorridas con un placer casi erótico que, obviamente, no entendía. Envuelto en ese viaje, recordé con claridad que papá tenía libros de Hamsun, creo que estaba Hambre, y quizás alguno más.

Un rato más tarde, ya olvidado de los devenires de la Santa María de Onetti, me puse a recorrer la biblioteca que tengo en el comedor. No es la más grande, no está muy organizada, pero cada tanto paso por ella en busca de algo que me inspire. En eso estaba, acomodando un libro de García Márquez, cuando me llamó la atención un lomo finito en el que apenas si se leía el nombre del autor. Quizás ya habrán adivinado: Knut Hamsun. Era una edición española, de bastante mala calidad, con precio en pesetas, de Bajo las estrellas de otoño. Me sorprendió un poco la casualidad (cuántas veces habré pasado por él sin notarlo), pero no era tan extraño, al fin y al cabo conservo varios ejemplares de libros que fueron de papá. Igual, acicateado por ese hilo invisible y rojo que une las cosas, me puse a hojearlo. Intenté ir en orden pero no pude, porque el libro, como si hubiera cobrado vida, me llevó a un lugar preciso, casi en el medio, adonde había, doblado con mucho cuidado, un papel amarilleado por el tiempo. Lo saqué, lo desplegué, lo leí detalle por detalle. Era un recibo de la Sastrería Thompson y Williams, con casa central en Piedras al 2 (años después viviríamos muy cerca de allí) y sucursal en Lomas de Zamora, a muy pocas cuadras de donde, un tiempo más tarde, íbamos a coincidir la biblioteca de papá, el libro de Hamsun y yo. En el recibo se leía con claridad que mi padre, Rodolfo, había comprado un terno. Sonreí. Hacía mucho que no veía esa palabra usada para describir un conjunto de pantalón, chaleco y saco. Pensé que la última vez que la había visto era en algunos pasajes de La Tía Julia y el Escribidor. Con ternos raídos se vestía el Escribidor, ese personaje pequeño, resentido y genial que dibujó justamente Vargas Llosa, culpable de que yo haya abierto este libro hoy y encontrado este recibo. 


Decía, entonces, que papá había comprado un terno por el valor de pesos diez mil novecientos, que pagó diez mil y quedó adeudando novecientos (extraño, quizás no tenía todo el efectivo). “Lo necesitaría urgente”, supuse. En cualquier caso, la firma del vendedor número 53 avaló la entrega y la deuda que, al fin de cuentas, no era nada del otro mundo.

Seguí leyendo. Estaba anotada también la dirección de papá: Aguilar 2465, Capital Federal. El departamento de Aguilar, allí vivíamos cuando nací, el papel no podía tener menos de cincuenta y dos, cincuenta y tres años. Busqué la fecha, efectivamente, 1967. Mandé la foto al grupo familiar que comparto con mis dos hermanas. Mariana, la mayor, me contestó: “qué curioso que te haya aparecido ese papel justo hoy!!!”. Le pregunté por qué le parecía tan raro y me dijo: “¿no viste el día?” No, no lo había visto. 4 del 8. Cuatro de agosto. O sea, hoy. El papel me estaba contando que un día exactamente como hoy, pero cincuenta y tres años atrás, en la caja 4 de la Casa Central de Thompson y Williams, papá Rodolfo sacaba, apurado, un terno. La casualidad ya era demasiado evidente. Y entonces, como si el hilo rojo (obviamente rojo) me guiara de nuevo, entendí todo. El terno y el apuro deben haber tenido una explicación. Rodolfo habrá querido vestirse de gala, aunque los pesos no le alcanzaran, porque era cuatro de agosto como hoy, y los cuatro de agosto nosotros nos ponemos de gala porque cumple años Independiente. Y entonces lo vi, saliendo por Piedras con su traje nuevo, a tomarse el 10 rumbo a la sede, para ir a levantar las copas del orgullo nacional. Todavía no sabía que un año después nacería yo, ni que cincuenta y un años después, en un libro de Knut Hamsun, yo iba a encontrar un retazo de su vida y de la pasión que me heredó.

Qué vivan los hilos rojos y que jueguen para siempre. Siempre para Independiente.

Luciano Olivera
Infobae, 4 de agosto de 2020

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