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Quique Larrousse y un especial por el Día de la Madre, en su columna "Jugar con la pelota".


Es imposible vivir un tercer Domingo de un Octubre muy maternal, sin pensar en ellas. Sin brindarles un homenaje sentido a las que gestaron nuestro pedido de existencia. 


Pues dicen que dicen, esas concepciones muy metafisicas de la vida humana, que quien está destinado a venir a la vida, elige la madre que lo cuidará y lo criará. Si ésto es así, coincidiremos en que la primera de las elecciones tomadas en estado astral, fué la mujer que queríamos fuese nuestra madre. Ya en estado terrenal nos esperan aciertos o desencuentros, pero esa es otra historia. Y nada mejor que el día tradicional de un almanaque incólume para darnos en cuerpo y alma al agasajo. Es al fin la fecha que nos iguala en condición de vástagos. 

Hoy coincidimos quienes abrazan a esa mama añosa cuyos rasgos se parecen a los que aprendimos a querer siendo niños, y los tan pequeños que se mecen en sus brazos cuando son amamantados. Hoy nos unimos sin saberlo aquellos que la obsequian con regalo y moño, junto a los que lagrimean al ver su rostro por la video llamada. 

Comulgamos sin saberlo en
un mismo sentimiento los que preparan el asado para que Ella no cocine en su día y quienes la vemos sin mirarla, la amamos extrañando la suavidad de sus manos que sin embargo nos siguen acariciando desde el plano de la otra vida. Es tan natural todo ésto que se vuelve casi irrebatible.

En aquella colorida y pequeña cocina de la calle Santa Catalina al 1500 del populoso barrio sureño de Pompeya todo estaba en su sitio, todo lucía en su lugar estipulado
con un simple y prolijo orden impuesto por el ama de casa. A las 20.20 el aroma del caldo qué ya hervía cargado de los cabello de ángel y las verduras, era inconfundible. Todo estaba en su lugar. Las alacenas con puertas y estantes ocupados. La mesada de mármol verdoso con la pileta de bacha única. La mesa de madera con sus patas cuadradas y mantel de ule estampado con flores rojas y fondo blanco. Los dos platos, los cubiertos, una vaso de Ella y el mio muy
pequeño. Pan, vino y soda como le gustaba y una plancha humeante con el cuadril que allá por 1959 era accesible al bolsillo. Y en el momento justo, cuando todo estaba en marcha para cenar, me levantaba en brazos
con mis tres años y yendo al extremo de un aparador en alto me decía: "Bueno hijito...y ahora vamos a escuchar a Independiente!!" Y con mi humanidad a upa, encendía la vieja radio a válvula y sintonizaba la previa de un partido que exactamente a las 20.30
arrancaría en Avellaneda con el relato del inolvidable "Yiyo" Arangio. 

Entonces esa noche se poblaba de rojas emociones y la transmisión del partido del Rojo se volvía el marco ideal para disfrutarnos uno al otro mutuamente. Así vivía Independiente en la cocina de Mamá.

Años después, viviría con ella y el viejo la era gloriosa que la memoria guarda en mis oídos y vivencias, con noches maravillosas de Copa y tardes soleadas de Domingo y 
festejo, en la casa de Monte Grande. Y la veo. Con sus ojos iluminados, su radiante e insuperable sonrisa que llenó de ternura mis días, celebrando cada gol. Alborotada y feliz por cada triunfo, abrazándome en el crecimiento qué los años daban a mi niñez convertida en adolescencia y juventud. Mi Madre había sido maestra en el barrio de Crucesita, en una Avellaneda tan roja como hoy pero menos poblada.La maestra que dedicaba cada primera media hora de clase de los lunes, a que los pibes se desahogaran hablando del fútbol rojo guardado desde el fin de semana, uniendo ella su propia opinión del partido a las de sus alumnos. La Maestra que una tarde de fútbol, sentada en una platea de la Visera junto a su marido, había sido vista por un par de alumnos, que la recibieron con risas y ovación a la mañana siguiente en el aula. La habían descubierto hincha del Rojo.

Cuántas veces al llegar yo a casa desde la escuela, me habrá estado esperando con la mesa servida y la edición de El Gráfico en manos, con olorcito a imprenta aún, a sabiendas que era un regalo especial para mis ojos cada vez que la revista dedicaba su tapa a Independiente. Hoy abrazando su presencia en mi ser, extraño su alegría futbolera pero su figura está clara y vivida,
omnipresente extendiendo sus brazos para unirnos en la pasión por los colores. Es la imágen de mis días con ella, la que en su homenaje éste Domingo dedico con emoción, amor y leal pertenencia. En ese marco de luz, hoy siento que en esos mágicos momentos, Independiente era nuestro: mío y de mi MAMÁ.

Quique Larrousse

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