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Compartimos una nueva columna de opinión de la serie "Jugar sin la pelota", de Quique Larrousse.

¿Es posible medir el fervor en materia de fútbol? Algunas posesiones confunden a aquellos que las ostentan. Un viejo refrán dice "dime de qué alardeas y te diré qué te falta." Suele ser infalible en la vida. En el fútbol, no necesariamente. Pero alardear de tener más pertenencia que otro a un club, es una exageración  de muy ansiosa mezquindad. Es la vociferación exaltada de "quiero más a Independiente que todos ustedes." "Miren cuánto más fanático soy que ustedes." Pero de tan subjetivo no prueba nada. En el grande y maravilloso universo que es Independiente existen sí, diversos status de identificación. Desde el adherente al aficionado. Del simpatizante a un sinple seguidor. Del hincha pasivo al barra genuino que no va por dádivas. La escala es amplia en materia de aliento y apego. La razón es que somos muchos y estamos en todas partes. Somos 7M de rojos latidos. El significado de "universo"  es literal. Así lo sentían los Ríos que vivían tras la Cordero, inconclusa por entonces. Igual los Garnero en los monoblock frente a Alsina. También los López en su casa de Valentin Alsina, mimando al pibe Gustavo en su día libre. Pero tener a un hijo en el club no habilita tener sangre más roja que otro. En la tribuna hay gente que sabe de fútbol y gente que no. El que sabe se cree más hincha rojo por saber. Ignora que la pasión no nace del conocimiento. El que jugó al fútbol cree que siente más al club que aquel que nunca tocó una pelota. Error.

El amor nace del alma, no de una práctica.

Crucemos la frontera de la cercanía para ir a las familias que hinchan por el Diablo y viven por el mundo. Los Barrera, los De Luca y los Latorre alientan en aquella Mar del Plata plena de hinchas. Los Aiello, los Gallardo, los Barresi, los Ghibaudo palpitan en Monte Grande. Pasa con los Ugarte en Salta, los Araya en Mendoza. En Puerto Madryn cuatro familias viven los partidos con gran emoción: los Adaro, Fuenzalida,  Ávalos y Angelini, entre otras. Los Maíni en Rosario pintan el Paraná de pasión. Los Salcedo y los D'Andrea en Bernal palpitan como los Riccitelli en la Avellaneda roja. San Juan tiene entre tantos, los Orellano, los Correa, los Fernández Herrera frente a la pantalla. Igual los Avila en Machigasta al sur de la capital  riojana. En Río Grande, los Esmoris y su fanatismo. La autonomista Valencia es roja con los De Santis en España. Y ahi nomás a 167 km, la Peña Roja de Alicante se reúne cada partido con sus camisetas. Otro tanto sucede en Tenerife, en Asia y en el mundo todo. Porque Independiente es el mundo, el "gran campeón" y el distinto.

No es más Rojo quien compró un palco a perpetuidad en el Estadio, que el que se pone la Roja entre bostezos a las 2 de la mañana de España y mira el partido. Y el barra más loco de toda locura, no es más que quien a las 7 de la mañana en Tokio deja todo para ver el partido. 40 años de vitalicio no son más que la pasion de don Felipe Cornejo. Felipe tiene 65 años. Vive en San Antonio de los Cobres, Salta y a la hora del partido se abriga y camina al Club Güemes, a metros de la ruta 40 a ver a su Independiente. Alguna vez viajó 170 kms  para verlo en el estadio Padre Martearena. El equipo por el que se le va pasando la vida sin conocer todavía Avellaneda. La verdad no da sucesiones ni vende títulos. La verdad es lo innegable. Pero el 'tener' suele generar soberbia. El alarde insufrible del que tiene y desconoce al que no tiene. "La única verdad...  es la realidad" dice la frase ajustada al sentido común. La única realidad es que el universo Independiente no tiene medidor de pasion ni fanatismo. No existe algo que marque diferencia de clase. Menos de sentimiento. Independiente es amor e iguala pasiones por diversas que sean. Y en eso, la única dueña de la verdad, es la camiseta.

Quique Larrousse

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