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Nueva entrega de "Jugar sin la pelota", por Quique Larrousse.



Bajé del tren en Aguas Calientes junto al resto de un contingente del que no había tomado demasiada nota. Un par de locos paulistas que habían hablado fuerte todo el trayecto desde Cuzco. Algunos europeos distinguidos por sus idiomas y fisonomía. También acentos que sonaban a mexicano y otros a chilenos y no mucho más. Pero repentinamente me hallaba pisando el estribo del coche de la Inca Raíl, luego de tres horas largas de viaje. No tenía mucha noción de como había llegado a la puerta misma de la ciudadela sagrada del imperio inca. 

No me detenía en los flashes que la memoria me disparaba con sensaciones de avión en altura y fotografías mentales de terminales y gentes. Lo único que tenía delante era una naturaleza verde y oscura montada sobre enormes elevaciones de la cordillera qué hacían pequeño al tren y más aún a los viajeros. Como si no ocurriese ni transcurriese el tiempo, caminábamos al valle sacrosanto con aliento agitado. Rojos destellos iban y venían y tardé en darme cuenta que eran ponchos. Recién ahí tomé conciencia del frío reinante en el valle y de los vientos cruzados que parecían aullar formas difusas. Recién ahí también vi la figura que iba delante, claramente guía de la caravana. Escuchaba su voz disfónica qué nos hablaba en el tan extraño dialecto mezcla de quechua y un español cuzqueño y en ese palabrerío, cada tanto exclamaba "supay puka", dándose vuelta y mirándome fijamente a los ojos. A la tercera vez que se dio vuelta percibí en sus ojos un brillo y un decir sonriente que me insistía: "supay puka". Y todo se esfumó de golpe entre mi curiosidad y mi escalofrío.

Maggie Chiara, mi profe de guitarra, me dió su invitación a la peña folclórica que había organizado con sus amigas en la sede del Club Jornada. Era el verano del '72. Amores guitarreros se daban cita en la noche de un club de pueblo. Jóvenes de edad diversa nos encontramos cantando y celebrando la música nativa, por la buena idea que los grupos de danzas criollas habían tenido en reunirnos. Cantores de estilo, encordados lujosos de afinado son y parejas bailando daban color a la fiesta. Justamente en el estribillo de una chacarera cuya letra dice profundo "Ojitos de esperanza, boquitas de claveles, tienen por mis pagos tierras del querer, todas las mujeres, todas, sí, señor."

"Cuando voy pal cerro vuela pensamiento. Parece un baquiano en campo desierto jineteando al viento, al viento, señor". Y en el romance de falda ondulante y sujeta con trenzas perfectas, mientras su compañero da el zapateo de suyo, me mira con ojos sonrientes y se parece al sueño. Se dibuja en sus labios sonrisa mediante que leo sin sonido pero claramente: "supay puka". Y se ríe. Y termina la danza pasando a mi lado sin dejar de sonreír y ya nunca más la veo.

El misterio del sueño cuzqueño se repite. En la noche del 17 de Mayo de ese año, en ĺas tribunas no entran almas. "Si si señores, Yo soy del Rojo!..." cantaba el Estadio todo. El equipo de Avellaneda jugaba su tercera final por la Copa Libertadores de América.

La Visera era el infierno encantador porque había sensación de triunfo en las gradas y en las almas que la ocupaban. Me había ido corriendo al extremo oeste de la local, más allá de los dominios de la barra y al final terminé casi arriba pero apretado por el gentío contra la pared de la tribuna qué la separaba de la platea de mujeres. Eché un vistazo al manto verde justo que en fila india el once local entraba al campo con la ovación de la gente. Y fue un suspiro aquel choque contra la crema limeña. Porque a los '31 del ST cuando el intratable Eduardo Andrés Maglioni puso el segundo. Y tras el estallido volví la mirada al sector mujeres. Y de ahí, como el imán de ojos conocidos que esperaban los encuentre, la mirada, el poncho rojo, el brillo de una sonrisa mucho más cálida que en las apariciones, llegaba desde la platea de mujeres y de sus labios me daba una vez más el mensaje conocido.

La noche y la cancha explotaron. No volví a verla. Pero esa noche mi pasión diabla se embriagaría y entendería al final porqué la madre tierra me habia anunciado en aquel  increible sueño de cuna inca, inmerso en altitud y en el más profundo amor por mi folklore nativo su aviso de cuál era el sol elegido en el edén de sus dominios. La vida metafísica y todopoderosa de esa pachamama que rige un continente con el latido del fútbol, me había dicho pues, de formas magníficas, increíbles pero reales, que un nuevo rey había ungido en su reino regional. Ese elegido era con la legitimidad de origen, el rey de América, Independiente el supay puka, el Diablo Rojo.

Quique Larrousse

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