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Verano, tiempo de descanso, de calor, de disfrutar del agua, el mar, las playas. Y también de un libro, una lectura que acompañe el paso de las horas. Es por eso que, como de costumbre, publicamos un relato futbolero para matizar el calor estival. Se trata de "El picado playero", de Juan Sasturain.

Según Borges, la devaluada canción de gesta que mantiene vivos a los héroes y a las turbias hazañas del suburbio es el sospechoso tango; del mismo modo es posible demostrar que el espíritu y la mística del picado original sólo se conservan en los improvisados enfrentamientos playeras de cada atardecer.

En principio, sólo en la playa es posible la heterogeneidad absoluta de los participantes, precisamente porque no están allí por eso. Padre e hijo -que sólo comparten el fútbol por televisión- en la arena suelen inaugu­rar competencia, descubrirse mutuamente de cortos, encontrar nuevos motivos para la sorpresa o el escarnio mutuos.

Pudientes y marginales, tostados parejos o con la musculosa dibujada se tutean liviano y se tocan apenas con apodos ocasionales: flaco, gorra, rulo, morocho, bermuda, azul, jefe, pelado, don ... Son infinitos: nadie se presenta en la playa y uno es lo que es o lo que parece, o lo que tiene pues­to. En eso, como en todo, el picado es esencialmente democrático. La diferencia entre vestidos y descamisados suele ser sólo funcional, y apenas sirve para contraponer los bandos en pugna.

En el fútbol de playa se dan fenómenos extraños, resultado de la salu­dable falta de reglas y de la diversidad de los participantes. El terreno y la pelota, por ejemplo, tan cambiantes, determinan -o indeterminan, mejor- las opciones de calzado. Porque de la zapatilla con tres pisos a los pies desnudos hay un continuum de opciones defendibles hasta llegar a la apoteosis arbitraria de un wing en ojotas.

El picado playero es el lugar del exceso y la improvisación. El que nunca juega decide hacerla (en realidad no decide: se encuentra hacién­dolo) en el lugar más difícil y complicado. Porque este campo de arena, si cabe el contrasentido, suma y concentra hasta lá exacerbación las precariedades del potrera y la calle -vaguedad de límites, inseguridad de cir· culación- y las asume por definición. Zona en litigio parcialmente libe­rada por prepotencia de peloteo previo, la playa tomada es ese incómodc plano inclinado entre el mar y el desierto que no tiene ni siquiera consis tencia o extensión fijas. La cancha se ablanda siempre y se ensancha o s­angosta según el humor o los ciclos del mar.

Claro que no es lo mismo el picado extensivo de cancha grande a dos arenas -mojada y seca- con arquero en playa vacía, que el denso picado de tiro corto y arco chiquito en la orilla. Son disciplinas diferentes, dos modos futboleros tan distantes como el pato y el billar.

La naturaleza misma y el tono del picado playero los impone, más que en ningún otro caso, la pelota. El cuero o las variables sintéticas acepta­bles dentro del tamaño y peso del reglamento determinan un cierto grado de previsibilidad en el desarrollo: hay quienes juegan bien, quienes no saben, quienes chapalean con autoridad en la arena seca, quienes sutili­zan el toque sobre tenues películas de agua salada.

Sin embargo, el uso de otro tipo de pelota -cualquiera sea y son muchos- introduce variantes locas e impredecibles. Tomemos dos casos ejemplares y contrapuestos: la liviana de plástico infantil, que tiende a globo, y la tradicional de goma, más chica, pesada y dura -la mítica Pulpo, digamos- hoy en franca decadencia o riesgo de extinción.

Intentar jugar al fútbol con una pelota plástica y liviana en la ventosa playa es una de las empresas más descorazonadoras, estúpidas, amargantes y des­esperadas en las que puede llegar a embarcarse un futbolero adicto. Y sólo en estado de necesidad extrema. La afirmación se basa en dos datos irrefuta­bles. El primero, que como la pelota está concebida para el juego infantil y es, por lo tanto, sensible al leve impacto y dócil en el corto recorrido, el tra­tamiento brusco yel golpe violento la tornan incontrolable: cambia de direc­ción, frena en el aire, etc. El segundo dato es que la competencia con pelo­ta plástica provoca situaciones de juego y posibilita destrezas o genera actitu­des en las que predominan la entrega puramente física -agilidad, resistencia al cansancio- no exrrapolables fuera de ese contexto particular.

Así, la aparatosa chilena o el forcejeo confuso que incluye arrojarse con asiduidad y vigor a los pies del rival no son avatares frecuentes ni reco­mendables en la competencia sobre terreno regular y con pelota normal. Además, la conjunción de piso de arena y pelota plástica es culpable de un fenómeno singular: el arquero de playa. Se trata de uno de los espejis­mos veraniegos más comunes entre los varones: creer que -con dos o tres voladas y manotazos providenciales- uno puede ser arquero.

No es así, claro. Devuelto al potrero, a la cancha de fútbol 5 habitua­les, al pelado césped, a la dura alfombra plástica y a la contundente pelo­ta de cuero, el arquero de playa arruga. Es que acaso el mal mayor de la liviana pelota plástica sea uniformar confusamente para abajo: todo es igual, cualquiera puede. Y no es así.

La pelota plástica y liviana suele ser, por supuesto, el instrumento uti­lizado en deplorables picados extensivos, abiertos, familiares, laxos, con chicos que enmin y salen y gordos que quedan tendidos para no levantarse más.

A la inversa, la dura, pesada y más pequeña pelotita de goma es excluyente, asignatura de rigurosa disciplina y protagonista del picadito corto entre especialistas. Maniobrar con ella -descalzo, claro, pues exige sensi­bilidad y tacto sutil- incluye la utilización de un lance de juego casi des­terrado en la competencia en terrenos más amplios y con pelota normal: la pisada. El pisador de playa mojada, con túneles y rabonas incluidas, es un espectáculo raro y deslumbrante cuyo número estrella es el gol de caño al defensor parado mezquinamente en la raya.

Ese malabarista rastrero y dribleador vertiginoso suele ser, como el arquero de playa, difícil de extrapolar. La Pulpo picante -por saltarina, por irritante al impacto- es su navaja de lidia corta. Cuando los espacios yel instrumento de juego se agrandan, el pisador playera se diluye: su habilidad para enhebrar agujas no luce en la trama gruesa de un partido formal.

Si soberbios rugbiers se han jactado siempre de su caballeroso tercer tiempo, el picado playero puede ostentar con orgullo su postrer chapu­zón igualitario. Los mismos hombres dispersos que convocó el hipnótico botar de la pelota se despiden y agradecen mutuamente tras el último gol, para entregarse al sabio mar, testigo mudo de la hazaña y el oprobio.

Después, no queda nada; sólo el temblor de las emociones.

Juan Sasturain

Foto: Elliott Erwitt, "Rio de Janeiro" (Magnum fútbol)

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