Hombre con bandeja y puño en alto
Comencé a vivir en este barrio en 1955. En Viamonte y Rodríguez Peña se encontraba el almacén y bar Astral. Por la esquina el almacén, por Rodríguez Peña se entraba al bar. Se jugaba a las cartas, a los dados, al dominó. Se bebía vino y jugaban a la quiniela. Nosotros, detrás del vidrio. Cuando el almacén cerraba a algunos vecinos nos atendían por el bar. Como el dueño era Pepe, de Vigo, nuestra familia tenía prioridad. Era un ambiente clásico de aquellos años. El estaño, los vecinos, la publicidad en carteles de chapa, galletitas sueltas igual que las aceitunas o el azúcar. Y el vermut con platitos de queso, salame, pan y todo aquello que significaba una fiesta. Los hombres con gorras o sombreros discutían del turismo de carretera, de Pascualito Pérez o del partido del domingo. Algunos de política. Nunca vi una mujer en ese bar.
Con el tiempo se transformó en café, vinieron las reformas, las críticas, los cambios que inexorablemente lo empobrecieron. Ahora ocupaba todo el local. Baldosones negros, las campanas de los sándwiches cambiaron por vitrinas, las mesas de madera por la fórmica. Las sillas de madera fueron forradas en una tela azul. Los dueños, esta vez eran gallegos y asturianos. Los mozos, gallegos. Todo era griterío, gestos, euforia generalizada. Allí lo conocí, era un hombre de unos sesenta años, vital, enérgico, discutidor. Delgado, alto, de ojos claros. Alegre y generoso, un corazón que todo lo ocupaba. Se llamaba Manuel Fernández Valle. Hablaba de política desde que llegaba hasta que se iba. No en pocas oportunidades se sentaba a la mesa del cliente y se olvidaba de su trabajo. Le traía discusiones con los socios y con los habitués al bar. Defendía la Unión Soviética, las purgas estalinistas y toda simbología roja. Era, además, de Independiente. Con mis dieciséis años, en cuanto lo conocí discutí fuertemente con él.
Don Manuel era un hombre que dividía aguas: se lo amaba o se lo odiaba. Imposible el término medio. Iracundo, apasionado, irracional por momentos, carecía de límites. En ese café yo tenía una mesa reservada al lado de una de sus ventanas. Dejaba habitualmente libros y apuntes. Almorzaba en casa, descansaba una media hora y regresaba a trabajar con mis apuntes y a estudiar. Mis amigos tomaron la costumbre de llamarme a casa o al bar. Una época de oro de la cual no fui consciente en su momento.
En una oportunidad, estando una tarde leyendo en mi mesa observo algo desmesurado. Fernández Valle se acerca a una mesa próxima a la mía y le dice al cliente: “En este bar no se permite leer”. El hombre, atónito, le señala mi mesa con su índice. Valle le responde con firmeza, con enojo: “Es diferente, él es un intelectual, es progresista”. Así en todo. Como decía mi padre, un hombre equivocado pero de buena entraña.
Una vez, un sábado por la tarde, habiendo muy poca gente, don Manuel genera una discusión tremenda con Simón. Simón era un ser querido por todo el barrio. Ex boxeador, negro, de un metro noventa, que nos enseñaba calzarnos los guantes de box a los chicos en la vereda, frente a su zapatería. Calzado fino, a medida. Un negro elegante, con traje blanco y sombrero de ala ancha del mismo color, caminando con prestancia, balanceándose, con ritmo. Ese mediodía me había quedado a almorzar (tenía cuenta corriente) y ya había pasado los veinte años. Es entonces cuando don Manuel, enfurecido, insulta a Simón. Éste se pone en guardia y le dice que salga de atrás del mostrador. Valle va a la cocina y regresa con un hacha en la mano. Me levantó de un salto y me pongo en el medio de los dos. De un lado los puños negros, crispados. Del otro un hacha en alto. Valle me dice: “Apártate, que te parto al medio”. Logré calmarlos pero quedé agotado. Al poco tiempo volvieron a hablarse.
Discutía con mi padre, con mi hermano mayor. Todos íbamos a leer al Astral. Nos sentábamos en distintas mesas y de vez en cuando compartíamos las lecturas, intercambiábamos opiniones. Pero él, cuando podía discutía.
A ese bar poco a poco se fueron acercando intelectuales, poetas, estudiantes, psicoanalistas. Los sábados, alrededor de las trece, armábamos tertulias de ocho o diez muchachos. Conversábamos de Lacan, de Vietnam, de la guerrilla urbana, de los poetas surrealistas, de los artesanos, de los Beatles.
Allí conocí, en 1970, a David Viñas, amistad que perdura y se acrecienta. Allí Héctor Alterio, el poeta orensano José Conde, Eduardo González Ananín, Luis Danussi, Raúl Rizzo, Juan Manuel Sánchez. Allí conocí a uno de mis generosos amigos: Rubén Catinello. En más de una oportunidad hacía reuniones con el poeta Lucas Moreno, el profesor Alfredo Llanos, el historiador Boleslao Lewin, los plásticos Rubén Rey y Antonio Juan Oliva, Luis Franco. Y periodistas y amigos del barrio ajenos por completo a las artes o a lo ideológico.
Valle convocaba. Generaba una visión diferente en ese bar donde las tazas, las sillas y la máquina de café se transformaban en un torrente de ruidos, proclamas e insurrecciones.
En una huelga bancaria a sus empleados les dio crédito para almorzar y sostener, de esa manera, la contienda. “Nos debemos a la solidaridad”, reiteraba una y otra vez. Grandes polémicas con los socios y nuestra intervención en defensa de Fernández Valle. Era un bar con deliberaciones, enojos, asambleas y poesía. Cuando me fastidiaban ciertas cosas dejaba de concurrir durante una semana. Ellos seguían anotando los mensajes o recibiendo la correspondencia.
Con Valle sólo se podía hablar de la Revolución. Y de la Unión Soviética. Todo lo demás venía después. Su exaltación no tenía límites, como su bondad. Solía acercarse a la mesa con el puño de su mano izquierda en alto y la bandeja en la otra mano. Desplegaba ingenuidad, energía, ilusión. “Tú eres anarquista. Los anarquistas como los trotskystas lo arruinan todo. Tienen buenas intenciones pero no saben construir nada.” Ya planteaba el debate. En más de una vez golpeé la mesa con el puño y me iba sin mirarlo.
Me abrió numerosas puertas en la colectividad gallega. Me llevaba poemas, libros. Hablaba de mí como si fuera su hijo. Me presentaba paisanos, me hablaba de su tierra, de sus historias, de los viejos republicanos. Con él fui a los bares de Avenida de Mayo y los fines de año al levantar la copa de sidra en el bar, elevábamos una plegaria pagana para que muera Franco.
Una vez me presentó a un abogado que se quería suicidar. “A ver si le hablas a éste que se quiere matar y me tiene cansado.”
Fue uno de los últimos guerrilleros de Galicia, combatió en los montes hasta 1942. De allí huyó a Francia, luego México, finalmente Estados Unidos. Trabajó de lustrabotas y de extra de cine. Por último, Argentina. Un trabajador permanente, un lector incansable. Hablaba de Valle-Inclán, de Miguel Hernández, de Curros Enríquez, de Murguía. Me presentó al general Galán y a Luis Alberto Quesada. Me hablaba y leía los poemas de Marcos Ana. No conocía el cansancio ni la serenidad. Me presentó en la Federación de Sociedades Gallegas, en el Centro Gallego. Me llevaba a rastras por centros mientras conversábamos de la poesía de Conde o del imperialismo yanqui.
Murió cerca de los noventa años. Terminó trabajando en el restaurante Yapeyú, sobre la calle Maipú. Allí fui a visitarlo, lo atendía cuando iba a almorzar a Raúl Alfonsín. Le hablaba de su experiencia en la Guerra Civil Española, de la Revolución Cubana, del fascismo, de nuestro populismo incorregible.
En 1984 tuve un ciclo en Radio Nacional: “Nuestros ilustres desconocidos”. Lo llevé. Tal vez fue nuestra mejor entrevista, ambos terminamos muy emocionados. Las historias nos desbordaron. Y el mutuo afecto. Volví a verlo dos o tres veces más. Cuando murió dejó un vacío. La última vez que vino Alterio al país lo recordamos. Con David solemos hacerlo a menudo.
Carlos Penelas
www.carlospenelas.8k.com
Acerca del libro y el autor
RETRATOS, de Carlos Penelas
Buenos Aires, 2008, Xunta de Galicia / Centro Betanzos Ediciones.
La ilustración de tapa es obra de Juan Manuel Sánchez.
Poseedor de una extensa obra poética -saludada por Luis Franco, Raúl González Tuñón, Ricardo Molinari, Juan L. Ortiz, Elvio Romero, Osvaldo Bayer, David Viñas, Eduardo Blanco Amor, Héctor Ciocchini, Francisco Madariaga, Frank Dauster, Lily Litvak, Giuseppe Bellini, Thorpe Running, José Filgueira Valverde, Xesús Alonso Montero, entre otros- Carlos Penelas es probablemente una de las voces más serias de la Generación del '70.
Desde la descripción de Lucio -en El asno de oro de Apuleyo- o la que realizara Suetonio de Tiberio, hasta Azorín o John Berger, el retrato literario es una de las manifestaciones más importantes y recurridas de la creación artística. Sin embargo, la crítica no ha acertado a definir con claridad qué se entiende por "retrato literario".
En RETRATOS el poeta da paso, una vez más, a su lirismo, al tono de fina sensibilidad. Parece solicitarle a sus oyentes y lectores que registren el ritmo de cada uno de los personajes. Con sutil sentido de la armonía, Penelas genera una demostración emotiva a la que no son ajenos los principios estéticos e ideológicos.
Columnista de los periódicos Galicia en el Mundo, Nueva Rioja y Diario Hispano Argentino, Penelas articula una prosa precisa y emotiva con la que se refiere a Roberto Santoro, periodista desaparecido por la última dictadura militar, en “Poeta con flor en la oreja”; a la dramaturga Alejandra Boero en “Mujer en un andamio” y al artista plástico Máximo Paz en “Hombre en Hollywood”, entre otros.
También rescata del anonimato a personajes entrañables de la ciudad de Buenos Aires como don Manuel Fernández Valle quien fue mozo del bar Astral, en la esquina de Viamonte y Rodríguez Peña, “que solía acercarse a la mesa con el puño de su mano izquierda en alto y la bandeja en la otra mano”.
Hay, además, dos textos conmovedores: “Hombre anarquista con sombrero” dedicado a Enrique Palazzo y “Mujer con niño en el regazo” que recrea a doña Pilar Freire, nacida en Mesón de Cabra, una inmigrante española que se radicó en la Argentina sin olvidar nunca a su tierra.
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