En su columna de opinión "Jugar sin la pelota", Quique Larrousse analiza lo ocurrido en el partido entre Independiente y la Universidad de Chile.
El fútbol como atracción de masas reunió en las tribunas un combo de las conductas más reprochables que podamos imaginar. Tal vez por eso sea totalmente natural que soltemos en condición de espectadores la emoción en su estado brutal, para festejar como para reprobar. Con esta realidad por delante, que un día cumplirá dos siglos, el circo romano del balompié absorbe toda la degradación social del tiempo moderno y parece justificarla en nombre de la pasión. En ningún otro espectáculo público sería admitida la barbarie como en los estadios. En ninguna otra circunstancia festiva sería posible el desmadre psicológico en masa, con su particular fluctuación. Pues igual se exalta la felicidad del grito de gol, como se sume en impotencia doliente para tratar de contener la caída. Un minuto después, en paroxística agitación se convierte en la emoción irracional. Y todo ésto durante el desarrollo normal del juego.
¿Qué sucede entonces cuando tanto desborde psíquico se cruza con lo extrafutbolistico, como pasa cuando se desata la ferocidad de los violentos? Acontece lo peor, que muchas veces no tiene remedio. Y además con la extraña peculiaridad que tiene la tragedia de superarse a sí misma. Porque quienes amamos el fútbol y llevamos décadas viéndolo, no nos sorprende que lo peor se perfeccione. Lamentable pero comprobado cada vez que un hecho triste muestra las zonas oscuras del deporte popular.
El ultimo miércoles 20 de agosto será mal visto por siempre en la memoria de nuestro universo Rojo por los hechos demenciales la noche de revancha contra la U de Chile.
Las redes sociales, la filtración de noticias, pero especialmente el testimonio masivo que registra lo ocurrido en el fatídico sector Sur del Estadio hacen imposible ignorar el origen del desastre. Demasiados ojos ven la seguridad mal organizada por el local en manos de unos pocos agentes privados.
Demasiados ojos ven la agresión perversa de delincuentes que pasaron las fronteras para destruirlo todo. Demasiado evidente no hayan cruzado la base de datos de los individuos no autorizados a entrar al país.
Demasiados ojos ven la estúpida, tardía y ya desigual reacción de los barras locales reprimiendo a pocos chilenos que estaban descolocados e inútiles en tiempo y lugar. Demasiado evidente y grave el no accionar de la policía que no requisó a los visitantes dejando que entren cuchillos y explosivos.
Demasiado evidente el despropósito. Ya hemos hablado de la vergüenza ajena pero no de la propia. Pues una de las aristas dolientes de lo que pasó en esa caótica noche es la vergüenza de no poder revertir lo mal parado que quedó el CAI. Porque centenares de hinchas que lo llevamos al Rojo en el alma, hubiéramos dado la vida por preservar al club que históricamente se ganó el mote de "Orgullo Nacional". La desgracia se adueñó de las conductas y pisoteó la historia, dejando una mancha propia de los clubes mediocres que nunca ganaron nada. La noche de ese miércoles fue el cruce más oscuro de la cordillera.
Independiente no merece esto. Y los que somos su hinchada, tampoco. Los que nos sentimos orgullosos y enaltecidos por la historia de la camiseta y no por contar a cuántos barras corrimos, estamos heridos en el orgullo. En el más profundo orgullo que dá ser de Independiente y ensanchar el pecho al decirlo. El desastre es impensado en la vida de un club que nació para brillar.
Desde que se construyó el nuevo Estadio digo que hay que extremar los esfuerzos para darle la energía ganadora. Estamos en deuda con eso. Y hoy, mientras aún se está lejos de ser fuerte de local, haberle sembrado la vibra de la violencia en esa tribuna sur alta no es un error, es el peor de los cometidos posibles. Porque una grada construida para temblar con los festejos, no puede ser jamás un campo de batalla de cobardes qué provocan o que reprimen.
La historia de grandeza se detuvo para que se escriba una página triste y odiosa. En el reparto de causas y culpas va a la cabeza la directiva, seguida de la Conmebol. Entre ambas estructuras ejecutivas no supieron evitar la debacle y le dejaron camino libre a los delincuentes. Los que no van a pagar el daño que permitieron por su ineptitud, bien podrían hacerse cargo e irse. Dejar el lugar libre para que la gente que ama al club y tiene la capacidad para cuidarlo y devolverlo a su sendero, tome la rienda al fin para sacarnos de un mal sueño hecho la peor realidad y nos devuelva la alegría. Será justo tal vez recuperar la frase del fiscal Strassera. Esa que los ineptos de la hora le roban a la historia con fin electoral y decirle a los autores del desastre que se váyan. Que en Independiente... ¡Nunca más!
Quique Larrousse
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