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En un área de la cancha de Independiente había el martes cabezas de ajo. En esta edición se desarrolla la larga cadena de infortunados episodios que por esas veredas de Avellaneda ansían cortar apelando a cualquier recurso. Amuletos, espantamufas diversos como las ristras de ajo, todo vale. Pero no hubo caso: el Rojo jugó mejor que su rival, llegó muchas veces pero no pudo meter un gol ni de penal. Ni en el área de los ajos ni en la otra.



El ambiente del fútbol (como también muchos otros entornos) es muy cabulero. Abundan y son aceptadas costumbres con las que los protagonistas parecen asegurarse que alejan los malos espíritus y también pueden dañar al adversario. Las practican los jugadores, los entrenadores, los allegados, los dirigentes y hasta los hinchas, en la cancha y en su casa: ¿o ninguno de ustedes hace que todos se sienten frente a la tele en la misma silla en la que estaban la última vez que se ganó aquel clásico?

Finalmente, los partidos se ganan con talento, con laburo, tratando de reducir al mínimo posible el factor imponderable que tiene el juego y que llamamos azar. No está probada por nadie la eficacia de “tácticas” como entrar al campo saltando sobre el pie derecho, armar un amistoso contra el equipo al que le ganamos la vez anterior o hacer el mismo cambio a los mismos minutos que en la última victoria.

Aunque los expertos en manejo de energía pueden explicar cómo a veces se la canaliza inconscientemente a través de falsas creencias, las cábalas son superstición. La superstición está lejos de la razón.

Ni una ristra de ajo ni usar siempre el mismo calzoncillo van a conseguir lo que no logren la virtud y el trabajo.

Jorge Mario Trasmonte
Olé, 6 de abril de 2017

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