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A 50 años de haber conquistado la Libertadores por primera vez para el fútbol argentino, Ferreiro, Guzmán, Acevedo y Santoro celebraron el aniversario en Olé.

Dicen que la grandeza de los hombres se mide en las horas difíciles, en los momentos más duros. Quizás fue en aquella noche de Rio de Janeiro, en las entrañas de un Maracaná colmado por 100.000 brasileños, cuando pudo apreciarse con nitidez la real dimensión de un equipo que supo trascender las barreras del tiempo y eternizarse en el corazón de los hinchas. Porque esa noche Independiente sentó las bases de su mística copera. Porque en apenas 15 minutos los de Avellaneda perdían 2-0 con el Santos bicampeón de América, el mismo que el año anterior le había arrebatado la Libertadores a Boca en la Bombonera. La derrota era inapelable y asomaba la catástrofe. Pero en el Rojo despertó uno de los principales atributos que puede tener un deportista: la vergüenza. De ese potencial desastre emergió la otra faceta del equipo. En Independiente abundaba el talento, pero nadie le escapaba a la lucha. Había virtuosismo, pero también todas aquellas propiedades que suele reclamar la tribuna: tenacidad, temperamento, temple, garra. Y lo que parecía ser una quimera se materializó. El partido terminó 3-2 y la prueba sirvió para ratificar otros valores que cimentaron la mística copera. Los valores menos glamorosos, los que suelen quedar relegados en el segundo plano. “Nos estábamos comiendo un baile bárbaro y fue allí cuando el equipo mostró su personalidad. Ese día nos convencimos de que la copa era nuestra. Pelé no jugó, pero estuvo en la cancha y nos vino a felicitar. Una vez que superamos esa prueba, jugamos tranquilos la vuelta y las dos finales con Nacional”, recordó Juan Carlos Guzmán, el primero en llegar a la redacción de Olé . Es que hoy se cumplen 50 años de la obtención de la Libertadores de 1964, la primera de Independiente y del fútbol argentino. Sólo seis integrantes de ese equipo siguen con vida, y cuatro de ellos pasaron ayer por el diario para desempolvar sus recuerdos: Guzmán, Roberto Ferreiro, Miguel Santoro y David Acevedo. Osvaldo Mura fue invitado, aunque no pudo concurrir, mientras que Mario Rodríguez, el autor del gol de la final, se encuentra internado por una afección cardíaca.

La entrevista ni siquiera comienza cuando las anécdotas empiezan a fluir espontáneamente. “Nos hicimos amigos de Pelé después de haber jugado un amistoso en Avellaneda ( NdeR: el Rojo ganó 5-1 el 1/2/64). El Negro se llevaba muy bien con Navarro, de hecho vino al país a visitarlo cuando se fracturó. El siempre decía que fue el defensor que mejor lo marcó. Cada vez que el Santos venía a Buenos Aires los invitábamos a un asado abajo de la tribuna de la Visera. Y como a Pelé le gustaban las morcillas, me decía: ‘Comprame varios chorizos negros para llevarme a Brasil”, cuenta Pipo Ferreiro. Y estallan las risas. La primera certeza emerge: todos tienen la memoria intacta. “Ese fue uno de los equipos más equilibrados que vi. Metíamos un gol y a cobrar. Era muy difícil que se nos escapara un partido si arrancábamos ganando. Teníamos una defensa durísima, pero no había mala intención”, relata Santoro. “Ese equipo empezó a formarse en el 63. El técnico, Giúdice, fue fundamental. Sabía leer los partidos. Todo lo que te marcaba, ocurría. Y si te decía que ataques por el sector derecho, el gol llegaba por ahí”, explicó Ferreiro. “Para mí fue clave el preparador físico, el Gallego González García. Gracias a él, nosotros volábamos en la cancha. Era un gran tipo, aunque muy exigente. Si llegábamos tarde a entrenar, nos cobraba multa y después usaba esa plata para comprarles regalos a nuestras esposas cuando cumplían años. Maldonado solía retrasarse y, como el Gallego cerraba las puertas del predio, tenía que treparse a los alambrados para poder entrar a entrenar”, comentó Acevedo. Y Ferreiro agregó: “Además te hacía morir de hambre. A los que tenían tendencia a engordar los juntaba en una mesa para controlarlos. Y tampoco nos permitía tomar alcohol. Apenas nos daba una botella de vino de 3/4 para dividir entre cuatro. Y medíamos bien los vasos, no vaya a ser que alguno se tomara una gota más que otro. Después, cuando ganamos la Copa, organizó una fiesta en el ACA y nos regaló unos anillos de oro que aún conservamos con la frase ‘la suerte está echada’”.

Las concentraciones eran eternas. Los jugadores podían llegar a estar 15 o 20 días fuera de sus casas. “Pasábamos más tiempo juntos que con nuestras familias. Es más: nuestras esposas venían a visitarnos porque no salíamos nunca. Pero estábamos tan compenetrados en lograr la meta que si nos decían que teníamos que concentrar tres meses seguidos, lo hacíamos”, remarcó Guzmán. “Se hacía largo y había que tratar de combatir el aburrimiento. En un momento concentrábamos en una quinta en medio de la nada en Ezeiza. A la noche, Santoro y Bernao salían a pescar ranas para comer en una laguna cercana. Siempre le pedían al Negro Rolan que los acompañe con un farol. En la cancha era un roble, pero en la oscuridad tenía un miedo bárbaro”, recordó Santoro. “Qué grande Bernao. Cuando se le prendía la luz, o sea casi siempre, era imparable. En la cancha encendían y apagaban los focos de la visera cada vez que agarraba la pelota”, subrayó Ferreiro. Y añadió: “Durante esa Copa también nos concentramos en un hotel alojamiento en San Vicente. Alquilamos todas las habitaciones, pero a la noche llegaban autos. Cuando se bajaban y veían que el lugar estaba tomado por una banda de 25 tipos, salían corriendo. No había lujos, íbamos a la cancha en un micro escolar”.

“A los más grandes, como Maldonado y Navarro, los tratábamos de usted. Y si nos mandaban a calentar el agua para el mate, agachábamos la cabeza e íbamos. Ellos nos enseñaron a tener respeto. Nadie se la creía. Y eso fue fundamental. Hoy, los pibes ganan en un año lo que nosotros ganábamos en 15. Así estamos”, aseguró Guzmán. “Era tal nuestra admiración hacia las glorias del club que yo le compré la casa a mi ídolo: Grillo”, ejemplificó Ferreiro. Acevedo dio vuelta la página de las anécdotas para referirse a la final: “Fue un evento nacional. Hasta Illia estuvo a punto de venir. En ese momento no nos dimos cuenta de lo que logramos. Festejamos en nuestras casas con la familia”. Y rememoró: “Esa Copa nos llevó a jugar la Intercontinental ante el Inter. Hace unos años estuve en el hotel en el que concentramos en Milan y resulta que la mujer que nos atendió ahora es la gerente y aún se acordaba de mí”. El Rojo estuvo cerca de ser campeón del mundo. Forzó el tercer partido en Madrid y cayó 1-0 en el alargue. “Nos robaron. Tras el partido, el capitán del Inter, Pichi, me dijo: ‘los campeones son ustedes’”.

Beto Tisinovich, Carlos Rodriguez Duval y Favio Verona

El carácter, el juego y el gol
Dos o tres pasos adelante de Maldonado con brazos en alto de los once, en el saludo. Estremecedora la respuesta tribunera. Parecían gladiadores. Eran jugadores de fútbol-juego, fútbol-carácter, fútbol-equipo.

El Rojo 1964 tenía amistad de sus integrantes -que se prolonga, como se evidenció en la visita a Olé - y también con la pelota. Como dijo Acevedo: “¡Qué jugador, Maldonado!”. Como retrató Ferreiro: “Nunca he visto definir tan bien como Mario Rodríguez, cuando enfrentaba al arquero”. Tenía la confiabilidad de Santoro; un fondo firme y de salida por los laterales y Navarro (recio, tiempista)-Maldonado (más sutil...) o Guzmán de centrales. El medio con Mura (gambeteador) o Prospitti (encarador), Acevedo (marca y relevo) más Savoy que tocaba y profundizaba por la izquierda. Ahí, Bernao (un 7 genial y con gol), la polenta de Suárez, la astucia de Mario y un DT vivo para aconsejar sendas potables para circular. Fue un equipo tan granítico atrás como aluvional en su tendido ofensivo.

Carlos Rodríguez Duval
Diario Olé, martes 12 de agosto de 2014

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