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El 12 de octubre de 1939 De la Mata se convertía en el antecedente más potente del segundo tanto de Diego a los ingleses.

El historiador Julio Frydenberg -quien acaba de editar el libro Historia Social del Fútbol- decía en una entrevista publicada en estos días que “hubo una construcción del pasado por parte de brillantes periodistas de las décadas del 30, 40, 50, 60 (en la que) hablaban de una época dorada. Donde hay imaginarios colectivos suele postularse una época dorada, pura”.

Cuando se habla de fútbol los imaginarios colectivos suelen tener una ancha base donde terminan anclando un número determinado de hechos sobre una ilimitada cantidad de testigos, voceros, difusores, donde la imaginación, la fabulación, la acción corrosiva del tiempo suelen recrear situaciones casi a nuevo, sobre todo si no se tienen los instrumentos técnicos que guardaron registro de eso que se invoca.

Antes que la imagen del segundo gol de Diego Maradona a los ingleses se multiplicara hasta el infinito y diera origen a lo que hoy se conoce como el Día del Gol, un 12 de octubre de 1939 un gran jugador del Independiente de esos días, Vicente de la Mata, lograba el que por generaciones fue considerado el mejor gol del fútbol argentino. Fue ante River y en el Monumental inaugurado un año antes.

Aquel gol sólo encontró cierta competencia años después, 1953, con un hermoso tanto que Ernesto Grillo logró ante Inglaterra, en el mismo estadio Monumental, en un hecho que combinó la habilidad de su ejecutante –por entonces también jugador del Rojo como De la Mata- y lo que significaba el rival, “inventores” del juego y ocupantes imperiales de un territorio argentino, la misma condición que supo reunir el gol de Diego en el Mundial de México.

El gol de De la Mata fue durante décadas para el imaginario colectivo futbolero un hecho insuperable, donde no alcanzaba a poner orden la trasmisión boca a boca de generación- en generación- en generación- en generación, ni la voz del Maestro Fioravanti, uno de los máximos relatores de esos y de muchos años después, cuya narración aún se puede escuchar pero sin que ésta pueda poner algo de claridad a una imaginación incapaz de abarcar tanta lejanía sin descarriarse y jugar por su cuenta.

Como tantos episodios producidos dentro de un campo de juego por esos años, se parte de un hecho comprobable (el gol de De La Mata existió, todos insistieron en que fueron varios los jugadores que quedaron en el camino) cuyo relato posterior el tiempo y la distancia moldean, frente a la necesidad de algunos contemporáneos de ese hecho de que no pierda la condición de acontecimiento único e irrepetible; más aún cuando las coyunturas aportan, para los nuevos episodios únicos e irrepetibles, el valor insuperable de la prueba de la imagen.

No está mal recordar que De la Mata contó su gol tantas veces como se lo pidieron y que sus versiones sufrieron escasas modificaciones entre sí. Arrancaba siempre en la pelota que le entregó su arquero, Bello, en su propio campo, recostado sobre la derecha y luego de que cinco rivales quedaran en el camino (algunos en dos ocasiones) y cuando ya no tenía ni fuerzas ni ángulo levantó la cabeza dos veces (“como deben hacerlo los buenos jugadores”, sentenció como si sacara pecho) y engañó al arquero de River, Sirni, colocando el balón junto al palo que él cubría justo cuando éste pensaba en que iba a enviar el centro.

“Fue uno de esos goles que no se pueden explicar porque tienen mucho de inconsciencia y también mucho de suerte”, afirmó sincero cuando ya era don Vicente quien, de paso, aclaró que ese jueves no había nacido su famoso apodo de Capote, dando por tierra con una de las leyendas que nacieron a partir de ese hecho real que los años transformaron en leyenda. El gol fue un golazo, pero lo de Capote venía de antes gracias a una ocurrencia de Antonio Sastre, otro crack, comentó un De la Mata otoñal, quien sabía que uno de los miles que estuvo esa tarde en el Monumental, ocupando su platea de siempre y fumando el habano de costumbre, fue Anibal Troilo, un fanático riverplatense que se encargó de dejar elogios por esa maravilla que había visto en los oídos que correspondían.

Y no hay por qué dudar de De la Mata. Porque incluso recuerda que a José Manuel Moreno lo pasó “dos veces” y suena creíble, porque esa noche la Comisión Directiva de River decidió suspender a Moreno por el resto del torneo, acusándolo de no llevar una vida personal adecuada. Lo inconsistente surgió después, no en la resolución solidaria de los jugadores de River de hacer causa común con Moreno y no presentarse a jugar más en el resto del campeonato, sino en la idea que a partir de allí el club de Nuñez dejó de tener posibilidades en un certamen que lo tenía como animador y que terminó ganando precisamente Independiente. La conmoción de que Moreno dejara de jugar y junto con él el resto de sus compañeros, alimentó una creencia bastante errada: en las 9 fechas que faltaban para terminar el certamen River perdió un solo cotejo (frente a racing, en Avellaneda), ganó 7 (uno de ellos ante Boca, en la Bombonera) y empató 1, señalando 25 goles. Por lo tanto, la campaña estuvo lejos de ser todo lo caótica que se podía desprender de aquella “situación Moreno”. Se había disparado mal una nueva leyenda.

De la Mata fue mucho más que ese gol: hizo 153 en 385 partidos, una cifra altísima para su posición de 8 (volante por derecha), ganó 3 campeonatos con Independiente e igual cantidad con la Selección y en el momento en que marcó su gol inolvidable integraba la delantera más goleadora en la historia del fútbol profesional argentino: Maril, De la Mata, Erico, Sastre y Zorrilla. Jugó hasta 1952, fue técnico de inferiores, tuvo más tarde su bar Capote en una esquina de su Rosario natal y murió en 1980, a los 62 años.

Seis años más tarde Diego Maradona, ante decenas de millones de ojos, que pronto se multiplicarían exponencialmente, desalojó de su sitial a aquél gol de De la Mata con su obra cumbre y universal, que redujo a la nada todo tipo de comparación. Después vendría el deja vú de Messi ante el Getafe, pero esa es otra historia.

Mirar el fútbol (o la vida) por el ojo de la coyuntura es creer que sólo existe el presente perpetuo. Creer que lo mejor sólo se asocia a una etapa en que se siente el fútbol (la vida) desde la plenitud, cuando se asientan los cimientos de los recuerdos más potentes –y que suelen activarse imprecisos, cuando no distorsionados, una vez que el tiempo empieza a hacer estragos-, es parte de un egoísmo entre ingenuo y peligroso.

Los imaginarios colectivos existieron siempre. Los instrumentos para hacerlos conocer acordes con la cultura de la imagen sólo en esta última etapa de la humanidad. Aquél 12 de octubre de 1939 mezcló un hecho deportivo histórico y puntos de partidas para leyendas. En todo caso, tomando como referencia a como se conocía por entonces esa fecha (hoy modificada por el más certero Día de Respeto a la Diversidad Cultural) digamos que el de Vicente Capote de la Mata fue un gol de raza. Un golazo de raza, casi sin temor a equivocarnos.

Fuente: 11wsports.com

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