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Siempre intentamos publicar algo relacionado con la literatura y el fútbol. Coincidiendo con la Feria del Libro de Buenos Aires, que cierra sus puertas el próximo lunes, creemos que un muy bonito relato de Juan Sasturain sobre el momento cúlmine de Jorge Luis Burruchaga en el mundial de México era una buena excusa para juntar las dos pasiones.


La larga carrera de Burruchaga contra la muerte

El miedo es, siempre, el único enemigo a vencer. Así en el área como en la cama, en la vida en general. No es diferente lo que pasa porque uno se saque o ponga pantalones cortos o largos, entre a escena, salga por el túnel y enfrente a un arquero o a un señor de traje oscuro del otro lado del escritorio, a una dama de perfume oscuro entre las sába­nas. Se trata, simplemente, de qué hacer con el miedo, ese inquilino in­deseable. Está en juego la devaluada, acosada, asustada libertad.

Al respecto, siempre pienso que me gustaría haber visto -intérprete mediante o ni siquiera eso- las dos finales mundiales contra Alemania junto a Peter Handke. Por televisión, claro. La del '86, en un departa­mento aireado de Los Angeles, con la ventana abierta al mismo sol del Azteca; la del '90, sentados frente al alto aparato del bar de Linares, el pueblo de Andalucía donde el taciturno austríaco había ido a perderse por entonces. Porque al intratable Peter le complacen no sólo la sole­dad, las reflexiones sobre temas tan agotadores como el cansancio y la escritura breve y desolada sino el populoso fútbol. y -contra todos los pronósticos y los prejuicios- debe jugar o haber jugado sorprendente­mente bien.

Los azares de la circulación libresca nos han permitido leer su Der Angst des Tormanns heim Elfmeter bajo el para nosotros casi críptico tí­tulo de El miedo del portero al penalty, impune traducción de Pilar Fer­nández Galiana. Para nosotros sería algo así como El miedo del arquero ante el penal, supongo. Pero como décadas atrás nos sucedió con el ma­ravilloso The Loneliness of the Long Distance Runner, de Alan Sillitoe, traducido literalmente en Seix Barral como La soledad del corredor de fondo, las resonancias-equívocas entre nosotros-de ciertas palabras usua­les en España producen efectos de connotación devastadores: de qué nos estáis hablando, voto a bríos...

Claro que Handke habla del miedo. Y tan bien. El arquero, sabemos, es un personaje aparte, trágico, otra cosa dentro de la cancha; no juega al fútbol sino que juega de arquero. En el equipo son todos iguales me­nos él. Todo dicho. Cómo no va a tener miedo, el diferente.

Pero hay en el fútbol otros miedos, terrores y temblores más simples, con sus subespecies. El original, descalificador en la primera infancia, es el que descubre un tío agorero: "Este pibe le tiene miedo a la pelo­ta". De este diagnóstico difícilmente se vuelve. El miedo copa la para­da y ni siquiera se llega al fútbol.

Ya metidos en el juego, y al volea, cabe mencionar el proverbial mie­do del delantero a la patada, tan usual como variable descriptiva en épo­cas de árbitros sin tarjeta e impunidad golpeadora: había delanteros guapos y delanteros cagones, se decía. Cuestión de agallas, juego de hombres, ese tipo de variantes.

Por otro carril -físicamente contiguo al del jugador- va el miedo del árbitro al linchamiento, dellinesman al botellazo y del director técni­co a la barra brava de su club. En todos los casos se trata, como en el ejemplo del delantero, del miedo en estado puro, que aflora ante la in­minencia de la agresión física. De él surge la necesidad imperiosa de sa­car el cuerpo, de preservado. Si el miedo se impone, sobreviene la ruti­naria torpeza de la mediocridad.

Porque el delantero que huye del área, el árbitro que no da el penal contra los locales y el técnico que concede un cambio apretado por las amenazas partidarias son modulaciones pobres, variantes sin vuelo de la cobardía, el error, el módico bochorno humano. Es decir: no hay grandeza ni siquiera en la claudicación.

Por eso, sin desdeñar las razones nacidas de los meniscos y el sueldo amenazado o de una nuca demasiado expuesta, creo que hay otro tipo de miedos más sutiles y poderosos generadores de la 'gloria o culpables de la tragedia. Son los que hacen que un hombre, ante determinadas circunstancias, no se juegue el cuerpo sino el alma -o lo que sea que lo anime- y se anime o no se anime o se anime mal. Vamos a hablar de hombres de cara al destino o al sentido, que por algo es anagrama.

No es casual el recuerdo del Mundial de México, situación límite. Y ahí son ejemplares algunas modulaciones del miedo. Lo que va de su im­perio absoluto -"Si perdía la final no podía volver a la Argentina", dijo Bilardo- al desprecio mayor en los goles de Maradona a los ingleses, dos saltos al vacío, transgresión pura, morisqueta al miedo: tocada de culo (con la mano) a la Ley, y gambeta, evasión, esquive, a la Táctica.

Pero Bilardo y Diego, ejemplares, contrapuestos, complementarios, tienen una relación extrema, excesiva, con el miedo. El técnico lo res­peta, lo reconoce dentro de sí, le hace un lugar en su alma y en la can­cha, lo domestica en la convivencia de años: es lo que es porque sab tener miedo. El Diez, a la inversa, lo niega con su sola presencia: es lo que es -precisamente- porque no lo conoce.
Claro que no sirven para uno. Por eso me gustaría quedarme con otro protagonista no anunciado, ése al que le tocó estar ahí ocasional, úni­co, en la intersección definitiva y sin libreto ni certeza para su alma: es­tando 2-2 sobre el final y apretados, Diego la pone al vacío en contra­golpe -una vez más la cosa es por derecha- y allá va Burruchaga (va­mos con él) a buscar la gloria o la tragedia.

Nunca he contado los segundos interminables de la larga carrera con la pelota al pie, pero todo cabe en esa agonía. Necesito a Handke a mi lado para que acompañe la vacilación alemana de Schumacher entre sa­lir o no, porque yo y otros millones nos concentramos en Burruchaga que va (vamos) corriendo con el último defensor, ese Briegle, muy atrás, pero con la marca del miedo en los talones. Y corre con la pelota al pie.

Toda una vida está jugada ahí: tiene (demasiado) tiempo para pen­sar; sabe, siente que le ha tocado a él, que no habrá otra, que todo ten­drá sentido o dejará de tenerlo en unos pasos más. Es jugarse la vida a un toque contra el miedo.

Y Burruchaga sigue, demora hasta el final, sale Schumacher y -leve, definitivamente-la toca por debajo de la panza de la muerte. Es gol.

Juan Sasturain

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Riikii dijo... 11 de mayo de 2008, 11:06 a.m.

Me ha encantado esta entrada, es maravillosa.


Saludos

La Caldera del Diablo dijo... 11 de mayo de 2008, 9:16 p.m.

Me alegro, felicitemos a Sasturain, un gran escritor argentino que ha escrito mucho sobre fútbol y policial, además de historieta.

Emiliano