Aquella noche del lunes 2 de agosto de hace 20 años el tipo se había ido. No como un héroe épico de las películas inolvidables que recogen las eternas memorias del cine. Ni tampoco como un mito inalcanzable que se inscribe en el portal de las viejas y nuevas leyendas que logran inmortalizarse. José Omar Pastoriza era un tipo común que había hecho cosas no tan comunes.
Es muy probable que el Pato expresara algo que a él lo trascendía. Eran las coordenadas y sensibilidades intransferibles de la época. De su época. La que vivió en Rosario, su tierra natal y en Buenos Aires. La que en definitiva lo terminó nutriendo en todos los amaneceres y todas las noches. Otro mundo con mayores equilibrios formales y políticos previos a la caída de la Unión Soviética en el 91. Otra Argentina que nunca evitó las grandes contradicciones. Otra gente. Otra sociedad muchísimo menos individualista y más solidaria. Otros relieves para ir construyendo y elaborando las relaciones cotidianas de todos los días. Las complicidades genuinas y las adversidades de todos los días. Las pasiones más ocultas o más visibles de todos los días.
Así, como se fue haciendo el Pato, se hicieron millones de seres anónimos capturando misterios, dudas, confirmaciones, alegrías, derrumbes, sospechas y certezas inapelables. Transitando sin apuros ni urgencias las luces y las sombras de las grandes ciudades y de los grandes suburbios. Desde allí, desde esos pliegues siempre imperfectos y entrañables de la vida, fue entrando en escena el tipo que no le escapó a las distintas responsabilidades que fue eligiendo en el rol de jugador, Secretario General de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA) y luego entrenador.
Y cuando planteamos que no le escapó a todos los desafíos y circunstancias positivas y negativas que se le fueron presentando, también afirmamos que en los triunfos y en las derrotas el hombre que murió a los 62 años siendo técnico activo de Independiente, nunca caminó de la mano embarrada de la hipocresía, de las agachadas ni del oportunismo hoy tan extendido y hasta reivindicado por los infaltables mamarrachos de ocasión que se suman a todos los diluvios vendiendo consignas, mensajes y relatos tan falsos como repudiables.
Es cierto, nadie va a sostener ahora con tono melodramático que el Pato tenía todas las cartas del mazo. ¿Quién las tiene? La realidad histórica es que nunca gozó de unanimidades estruendosas ni plenitudes excepcionales. Pero vio lo que muchos no vieron ni quieren ver por miedo, por egoísmo, por ignorancia o por ceguera: la cara real de la gente. Quizás por eso siempre lo acompañó un perfume que lo distinguió. Que lo mostró diferente. No solo por el liderazgo que supo aplicar con despojada firmeza y naturalidad a la hora de jugar y al momento de conducir, sino por la orientación de una mirada y un fuego sagrado que superó con holgura a la aldea específica del fútbol.
Porque le ganó al territorio limitado del fútbol aun respirando fútbol desde muy pibe. Le ganó al refugio corporativo y obsecuente que siempre convive en el fútbol y fuera de las fronteras del fútbol. Abarcó otros paisajes. Otros horizontes. Otros perfiles. Por eso llegó a algunos lugares, no necesariamente geográficos, que hombres más formados en el conocimiento teórico no pudieron arribar.
No tenía el Pato libros y ensayos políticos en su mesita de luz que pudiera mostrar para denunciar y revelar su compromiso. Pero era un hombre claramente político. Con potente contenido político, más allá de su admiración explícita por Perón y por Evita. Contenido político para entender e interpretar cómo se van moviendo las sociedades. Y cómo se van consolidando o quebrando los hombres y las mujeres en el devenir errático de los acontecimientos.
Cuando debió partir de la Argentina en septiembre de 1972 siendo líder de Agremiados porque desde la propia AFA, intervenida por la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse que ubicó en el cargo a Raúl D´Onofrio, le “recomendaron” que deje todo y se vaya al exterior porque el sistema le iba a cerrar las puertas y las ventanas (jugó en el Mónaco de Francia, hasta que regresó a Independiente en julio de 1976 como entrenador), el Pato no se proclamó un perseguido.
Y la verdad es que lo fue. Un perseguido del fútbol argentino que en los 90 lo resignificaron en un perseguido también por varios medios de comunicación que lo denostaron aseverando que su gran virtud como técnico era hacer “buenos asados para unir a los grupos”. Una manera burda de bajarle el precio y de pasarle viejas facturas. “Todos aquellos que me cagaron y traicionaron ahora no tienen cara para mirarme a los ojos. Son cobardes”, nos dijo en una entrevista para El Gráfico en agosto de 1997, tomando un café en una confitería muy próxima a la Avenida Santa Fe y Callao.
En su código y en su convicción no abrazaba la praxis de la victimización. Ni se abandonó a la melancolía sufriente para atrapar nostalgias que no pocas veces hacen bajar los brazos hasta culminar en cierta depresión anunciada. La objetividad estadística sentencia que ganó todo lo que se puede ganar con Independiente. Primero como jugador (campeón del Nacional 67, Metro 70 y 71 y Copa Libertadores 72), aunque le faltó la Intercontinental que disputó frente al Ajax de Johan Cruyff en el 72, Y después como técnico.
Se fue del Rojo ejerciendo ese rol en búsqueda de otros destinos profesionales (en la Argentina, Brasil, Colombia, El Salvador, Bolivia, España y en Venezuela) y volvió en cuatro oportunidades a dirigir a Independiente luego de su primer ciclo del 76 al 79, conquistando en esa etapa el Nacional 77 (ante Talleres de Córdoba con 8 jugadores) y el Nacional 78 frente a River. Luego, en el 83 ganó el Metro y en el 84 la Copa Libertadores y la Intercontinental ante el Liverpool, en el primer cruce entre argentinos e ingleses posterior a la guerra de Malvinas.
En cada episodio de su carrera supo dejar una huella tan profunda como inalterable. El hombre que sabía dosificar con inteligencia artesanal los silencios y las palabras rotundas, en su recorrido había instalado una certeza contundente: no ser tibio, diplomático, complaciente ni cortesano con aquellos miserables de alma que siempre tienen la sartén por el mango. ¿Cómo hacen? Se especializan en cagar a la gente. Antes y ahora.
¿Qué ganó el Pato, qué perdió? Se ganó un reconocimiento, una admiración y un recuerdo imborrable. Y perdió la posibilidad de seguir metiéndole un chanfle perfecto (una de sus especialidades clavándola de tiro libre) a los tipos que por alguna razón o por otra, siempre se los lleva el viento. Como a los papelitos destinados a ser recuerdos de lo que alguna vez fueron.
Eduardo Verona
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