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El volante ofensivo hizo en 18 meses una carrera en inferiores que a otros chicos les lleva años y llamó la atención de Milito.



A Ezequiel Barco le decían el Turri hasta principios del año pasado, cuando también empezaron a llamarlo Cara de Viejo. El apodo se lo pusieron sus compañeros de la séptima división de Independiente, a la que acababa de sumarse desde la Asociación Atlética Jorge Bernardo Griffa, en tono de broma: sus rasgos no coinciden con los típicos de alguien de su edad y sus colegas de la cantera, como para integrarlo al grupo, decidieron hacerlo más evidente. Barco, la primera vez que escuchó ese sobrenombre, esbozó media sonrisa y, sin molestarse, entendió las reglas del juego.

Lo que durante esos días Barco no habría podido entender -a pesar de su talento y su madurez mental- es que sus próximos pasos se desencadenarían a una velocidad supersónica, esquivando incluso los escalones habituales que separan a las categorías formativas con la primera: en 18 meses, el mediocampista ofensivo resumió lo que a la mayoría suele llevarle mucho más tiempo. A mediados de este año, cuando llevaba pocas semanas en la reserva tras haber jugado durante todo el primer semestre con la sexta, Gabriel Milito recibió información sobre sus condiciones, se acercó a verlo y quedó impactado. Decidió, de inmediato, subirlo a su plantel. Quería ver cómo respondía al roce y al ritmo de la primera.

Lo que siguió después ya es conocido: muchos entrenamientos en los que sedujo a sus propios compañeros, algunos amistosos prometedores, el debut ante Defensa y Justicia por la Copa Argentina y el gol del sábado por la noche, ante Godoy Cruz, en Avellaneda, que significó su estreno en las redes. A Barco, que luego de la ovación que se llevó el último fin de semana se largó a llorar, la vida le cambió en 78 días: el 25 de junio le anotaba un tanto a Boca, en las inferiores, y el 10 de septiembre marcaba otro, el siguiente, pero esta vez ante el Tomba y en primera.

Pero el presente de Barco, que nació en 1999 en Villa Gobernador Gálvez, Santa Fe, pudo haber estado en otro club. En 2011, luego de un tiempo en Central Córdoba de Rosario, pasó a la Asociación Atlética Jorge Bernardo Griffa, en donde estuvo hasta fines de 2014. Allí no sólo jugó en las inferiores, sino que lo hizo durante dos años en la primera, que compite en la Liga Rosarina. "Ya se notaba que era un gran jugador y un excelente profesional, con mucha proyección. Además tenía el apoyo de su familia, que es algo muy importante para el crecimiento de un joven", dice Diego Griffa, hijo de Jorge y presidente de la institución que le dio sus primeras armas para formarse.

Ahí fue cuando Rosario Central y Newell's se enteraron de que había un chico que era de la zona y al que le sobraba talento. Hubo entonces coqueteos, pero quedaron en la nada cuando Esther, la madre de Ezequiel, fundamental en su educación, fue firme y dejó en claro que quería que su hijo jugara en Buenos Aires. Y Barco, los ojos rasgados, agarró su bolso y fue a probarse a Boca.

En Boca, sin embargo, lo rechazaron. Argumentaron que ya tenían jugadores como él y le dijeron que gracias por venir pero no, que no le alcanzaba para sumarse a las inferiores xeneizes. Barco, ese día, sintió la implacable negativa, pero entendió que era algo que podía pasar.

Lo que no pensó que ocurriría es que en sus dos pruebas siguientes, en River y en Gimnasia, le iban a decir lo mismo. Desde el Millonario eligieron motivos que tenían que ver con su físico y en el Lobo no profundizaron demasiado. En el medio Pedro Soma, de Banfield, propuso llevárselo a su club. No lo consiguió por poco.

Pero a principios del año pasado, Jorge Griffa, descubridor de la nueva promesa, fue nombrado coordinador de las inferiores de Independiente y Barco cambió Villa Gobernador Gálvez por Avellaneda. Empezó a vivir en la pensión -de la que se mudó hace apenas un puñado de días- y en la cancha dio muestras de su categoría. Por lo bajo se hablaba de que había un jugador de la séptima, de 167 centímetros, que tenía muchas condiciones. Lo que vino después, se sabe, es historia.

Barco es uno de esos jugadores que no necesitan dar órdenes para hacerse sentir: sobre el césped sus piernas hablan por él. Con un cambio de ritmo que aterra a los rivales, el volante es un escapista del fútbol. Alguien que puede dejar en el camino a los defensores más duros con recortes agudos. Su virtud está en saber conjugar velocidad con talento.

"Es el comienzo de algo importante. Tiene que estar contento, pero debe ir con calma. Nosotros tenemos que guiarlo para que no caiga en la trampa de tantos elogios", decía Milito el sábado por la noche, luego del triunfo sobre Godoy Cruz, como quien sabe que en sus manos tiene una joya.

Jonathan Wiktor
Diario La Nación, lunes 12 de septiembre de 2016

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