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Aquel 25 de noviembre de 2016. Y aquel 25 de noviembre de 2020. Dos fechas. Dos aniversarios. Dos destinos. Dos desenlaces. Y dos hombres que estremecieron al mundo. Uno, el Comandante Fidel Castro, despidiéndose en La Habana a los 90 años. El otro, Diego Armando Maradona, cerrando en Buenos Aires de manera prematura un capítulo a los 60 años. 


¿Tendrá alguna particularidad y significación simbólica que Fidel y Diego partieran un 25 de noviembre? ¿O será apenas un dato suelto despojado por completo de cualquier relieve? Las subjetividades intransferibles de cada uno elegirán distintas lecturas, diferentes interpretaciones y enfoques más o menos valiosos. Lo real es que ambos iluminaron el planeta y nos iluminaron a todos. Aún a los negadores crónicos y quemados por el odio (de clase y de espíritu) que se resistieron ayer y se resisten hoy a ser inspirados por esas presencias. Y ahora por esas ausencias tan presentes.

Se conocieron en julio del 87 cuando el periodista y compañero de la UTPBA Carlos Bonelli gestionó y escoltó a Diego y a su familia (también participó ese buen tipo que es Fernando Signorini) en ocasión del ida y vuelta con Fidel en el despacho del Jefe de Estado, frente a la Plaza de la Revolución.
Maradona, Carlo Bonelli, Fernando Signorini y Fidel

A partir de esa noche del martes 28 de julio aquel encuentro que se extendió durante tres horas hasta la madrugada del 29, se creó algo que superó el relato convencional de una amistad con rasgos y contenidos políticos. Otra cosas tangenciales y sensibles sucedieron. Otros laberintos se terminaron descubriendo. Y una corriente de afecto genuino y sincero interpeló a ambos. Sin solemnidades propias del show careta. Sin actitudes diplomáticas siempre maquilladas por el oportunismo. Sin poses atentas al marketing. Sin intereses ocultos detrás de las bambalinas. Sin versos, en definitiva.

Allí, esa noche de sonrisas y complicidades, pequeños silencios y palabras alejadas de los cursos políticos tradicionales, se gestó lo que sería un ensayo no ensayado de una relación tan perdurable como inolvidable. Fidel entendía poco y nada de fútbol. Diego entendía poco y nada de política como el arte supremo de la superación colectiva. En este caso de la superación revolucionaria, encarnada también por ese hombre nunca ausente que el mundo conoció como el Che.

¿Qué los unió a Fidel y a Diego como para que aquel encuentro histórico que ocurrió hace 36 años se transformara en millones de encuentros reales o imaginarios que trascendieron la anécdota? ¿Quizás la fatalidad urgente de la vida? ¿Quizás la sintonía fina de mirarse y comprenderse sin tener que explicar lo que se siente y se palpita? ¿Quizás la necesidad de compartir un momento que se resignificó en fotos y testimonios del pasado, del presente y del futuro? Lo cierto es que nada de lo que allí aconteció permaneció y permanece en las alacenas del olvido. Todo lo contrario.

Por eso Fidel volvió a frecuentarlo a Diego. Y Diego en numerosas ocasiones volvió a compartir jornadas con Fidel. En las buenas y en las malas. Más cerca o más lejos de las grandes plenitudes. Lo que nunca se modificó fue el alcance de una espontaneidad muy virtuosa y muy celebrada. Diego enseñándole a Fidel como se patea un penal engañando a los arqueros. Fidel enseñándole a Diego como se patean otro tipo de penales. Y los dos juntos, atajando penales ajenos en las áreas de la vida cotidiana.

Esa cosmovisión para ver lo que otros no quieren ver o no pueden ver porque los tapa la miseria agazapada o planificada como diría el siempre esclarecido Rodolfo Walsh, fue la carta orgánica que los acompañó hasta el día que se fueron. Una carta orgánica que no redactó ni escribió nadie. La hicieron juntos con el pulso virtuoso de la naturalidad apabullante.

Así fue como tiraron paredes en velocidad ante adversarios entrenados para arrojar barro y basura, reciclada en más barro y más basura. Como tocaron y descargaron a los espacios de las izquierdas sudamericanas y como se agruparon para bancar y defender lo que siempre puede estar a punto de perderse. Porque los buitres muy bien considerados por las mafias del capital financiarizado no sólo se reproducen en las cuevas alfombradas de Wall Street. Son minoría, es cierto, pero a su vez están en todas partes, alquilando disfraces y comprando mensajes de ocasión para narcotizar el pensamiento de los eternos desprevenidos. Y de los eternos enemigos de la solidaridad y de la vida.


Quedó claro que en el devenir de los acontecimientos a Fidel nunca se lo llevó el viento. Diego, en cambio, fue rehén de varias tempestades. Pero esas tempestades que él siempre tuvo la valentía de condenar, no lo arrojaron a ser un instrumento de los inescrupulosos adversarios de las clases populares. No se confundió. No se desconcertó. No se desclasó. No se vendió. Ni aún en sus peores etapas.

Quiso el destino, la vida o la muerte que Fidel y Diego un 25 de noviembre de 2016 y de 2020, quedaran unidos a una despedida que nunca será tal. Por eso la despedida formal es lo de menos. El camino extraordinario que emprendieron y la sociedad que diseñaron en la madrugada del 29 de julio de 1987 ante pocos testigos, significó el símbolo y el legado de una alianza que todavía conmueve. Incluso a los que siempre caminan por la vereda de enfrente.

Eduardo Verona

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