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El fútbol argentino es histérico. Es un fútbol de excesos. Excesos de euforia en la victoria y excesos de dramatismo en la derrota. Y cuando la victoria se construye por sentimientos de un partido inolvidable y se respalda en la mística de una historia enorme, se expresa con mayor elocuencia. Sobre todo, en casos como el de Independiente, aunque puede transmitirse un mensaje parecido en otros equipos poderosos. A veces, juega el pasado. El reciente, por las frustraciones en torneos internacionales y h asta el descenso. Y el histórico, el que dicta el orgullo. Días atrás, en un encuentro trascendente de la Copa Sudamericana que quedará en el recuerdo, Independiente ganó un partido épico, como en las viejas épocas de gloria de su rica historia. Ariel Holan le dio al equipo un carácter, un estilo.


Asumió en pleno proceso de cambio, debió sobrellevar una dinámica negativa, había sufrido demasiados golpes en un lapso breve de tiempo. Independiente estaba bien diseñado y tenía entrenadores calificados, como Gabriel Milito o Mauricio Pellegrino, pero no tuvieron los resultados esperados. Independiente convive, como todos los grandes, en un proceso de exigencia mayúscula. Su historia es muy grande y eso no siempre es fácil. El descenso, el cambio de la conducción -con gente que no estaba relacionada con el fútbol-, reordenaron una institución que debía afrontar una crisis enorme, con deudas económicas.

Asumir el riesgo en esas circunstancias siempre es complejo, es casi una utopía. Ahora, sin embargo, el equipo está más convencido, más fresco. Se trata de un cambio de mentalidad, una cualidad que supo instalar Holan. Los chicos se sienten más protegidos, se retroalimentan, el ambiente es optimista, el aire es otro. Más allá de algún resultado circunstancial, Holan demostró desde el principio que supo lo que quería. La apuesta por los pibes se dio en un momento delicado, porque el respaldo de los hinchas a los chicos de la casa siempre tiene un recorte en la producción y en los resultados. No es un gran equipo Independiente, a veces queda quebrado. En ese encuentro, ante Atlético Tucumán, el fatalismo estaba a la vuelta de la esquina. Había sufrido una expulsión, la de Tagliafico. Había fallado un penal, el de Fernández. Zafó de un penal en contra, con lo traumático que significaba no sólo que no había sido falta, sino que, si se convertía, era la invitación para la despedida. Independiente demostró carácter, una personalidad para jugar, que no suele ofrecerse en nuestro fútbol.

No siempre se puede ir para adelante, jugar con los dedos en el enchufe. Al fútbol se juega pensando, se juega con la cabeza. Los equipos deben saber cuándo hay que atacar, cuándo hay que agruparse. A veces, es más conveniente el pase horizontal, así el equipo puede juntarse y no caer en el vértigo. Cuando estar alrededor de la pelota, cuándo tocar. La velocidad es importante, pero es difícil apelar a la sorpresa cuando constantemente se apuesta al vértigo. Pero los grandes equipos se construyen, también, de entrega, amor propio, empuje, fervor.

No es sencilla la relación entre el equipo y el público. Puede ser el caso de Independiente, del seleccionado en la Bombonera -ahora- o en el club que sea. Cuando un equipo está en un proceso de frustración, cuando existe una "deuda", se sufre demasiado la intolerancia, la falta de paciencia de los hinchas. El aliento beneficia al jugador, le crea un confort protector, pero cuando no hay crédito en la cuenta, ese respaldo, ese grito inicial, puede convertirse en un peligroso juego de vaivenes. El equipo siempre debe soportar los riesgos, de adentro y de afuera. Y el público no siempre es un aliado.

A veces, algunos jugadores sufren ese contexto, esos excesos. Creo que el mejor ejemplo es el de Pity Martínez, en River. Soportó críticas feroces y se sostuvo no sólo por su calidad, sino por el respaldo de un conductor, en este caso, Marcelo Gallardo. Tipos que crean. Hay futbolistas que necesitan el afecto, son sensibles. Otro caso puede ser Martín Benítez, ya que nos referíamos a Independiente. En esos casos, el entrenador debe ser más afectuoso, y tener más fe en ellos. Son jugadores que representan una apuesta, su gambeta son un desafío al rival. El secreto es que el entrenador los respalde, que no los saque en la primera falla.

Se perdió el sentido de pertenencia en los últimos años, se perdió ese lazo porque los vínculos duraban más. El caso Bochini es un emblema. Entonces, la relación entre el hincha y el jugador se transformó. El fanático cree que casi todos son aves de paso, entonces la saturación es inmediata. Y más, cuando se atraviesa una mala etapa. Y en el juego de los excesos, la industria del fútbol hizo mucho para que el jugador se consideraran mercadería, un objeto. Y a ese objeto no se le perdona nada.

Diego Latorre
Diario La Nación, domingo 17 de septiembre de 2017

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