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Algunos creen que Sudáfrica no podrá evitar un conflicto arma­do a corto o mediano plazo. Que la aplastante mayoría ne­gra (82%) que hoy gobierna el país a través de Jakob Zuma, no tolerará la ausencia de tierras para cultivarlas. Que la expulsión de campesinos negros hacia las ciudades se ace­leró ante la tosudez de los descendientes de holandeses de no querer repartir siquiera un terrón. Que el gobierno intenta convencer­los de que cedan algo, pero los bóers pare­cen ser tan intransigentes como a comienzos del siglo pasado y como cuando decidieron crear el apar­theid en 1948.

Puede ser. Puede ser tam­bién que la emigración de blancos se acelere ante la complicación futura. Ya se fueron casi un millón, puede que partan más si no hay in­dicios de pacificación. El candidato del Con­greso Nacional Africano para las próximas elecciones tiene un pasado durísimo en su lucha contra la segregación y nadie lo ve re­partiendo sonrisas como hacía Mandela y, aun hoy, ensaya el presidente Zuma.

Aunque ahora, mundial mediante, las cosas son distintas. Canchas espectacula­res, euforia en la población negra y alegría entre los blancos. Fútbol es patrimonio mayoritario de los oprimidos, aunque hasta los fanáticos de los Springbocks se visten de amarillo y atruenan con la vuvuzela, una pa­labra de origen zulú que designa a las trom­petas largas que identifican a los sudafrica­nos que no gritan ni cantan, simplemente soplan. Y bien fuerte.

Johannesburgo es la principal sede. Tie­ne dos estadios, uno antiguo y remodelado -Ellis Park, donde Argentina le ganó a Nigeria- y el fabuloso Soccer City, ubicado en territorio de Soweto, el ex-ghetto negro convertido en ciudad, aunque sea un suburbio de la mayor ciudad sudafricana, con casi ocho millones de personas. En Johannesburgo hay una mafia nigeriana que controla el negocio de la droga y tiene íntimos contactos con la policía local. Aquí hay pocas chances de conseguir un óm­nibus o un taxi, no hay subterráneos y el tren tiene un servicio reciente y muy limitado.

Es que la ingeniería del apartheid no in­cluyó a la mayo­ría negra y al alu­vión que provocó el establecimien­to de un cordón industrial en Joburg (como le llaman todos) con la existencia de demasiadas áreas pobla­das de casillas con todas las carencias posibles. Por eso y desde hace tiempo, un enjambre de combis blancas intenta reemplazar la ausencia de transporte. Viejo esquema del auto para los blancos y la caminata para los negros se va resquebrajando. El desafío supera largamente a una ciudad. Se trata de pensar un país para todos. Y eso necesita tiempo y paz.

Mandela sigue desde lejos el mundial por­que tiene 91 años y porque sufrió la trage­dia de su bisnieta de 13 años, que murió atro­pellada el día del concierto de bienvenida. Su vida se va apagando lentamente y sus ideas se mantienen, pero con un signo de interroga­ción pensando para adelante.

Alejandro Fabbri
Diario Z, jueves 17 de junio de 2010

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